(Publicado en El Mundo de León, el 4/3/2012)
Llaman a nuestra puerta a horas incómodas y nada más abrirles nos envuelven en un discurso embrollado, intencionadamente turbio pero categórico y con un punto arrogante en el que no sabemos distinguir si nos dicen la verdad o si lo han preparado tanto porque ni ellos mismos lo entienden. Nos tratan ceremoniosamente y por nuestro nombre -¿lo han leído en el buzón o lo saben porque manejan nuestros datos?- y nos requieren facturas, documentos o papeles con desenvoltura de gerente, aunque al poco nos demos cuenta de que no son más que jóvenes malpagados que buscan ganarse la vida con una venta puerta a puerta en la que ponen un empeño algo desesperado que se desvanecerá como el humo al cerrar
Suena el teléfono, ese instrumento destinado a irrumpir sin mala conciencia en cualquier intimidad, y al descolgarlo escuchamos una voz cadenciosa, habitualmente del otro lado del océano, que repite una plática memorizada y ágil de la cual ni siquiera nos quedamos con el nombre de pila de nuestra interlocutora (suele ser mujer) que se supone debe tranquilizarnos más allá del anonimato. Parece saber cosas de nosotros, de nuestras cuentas y gastos ordinarios, que ni siquiera nosotros sabemos o hemos olvidado, y nos recomienda, con familiaridad y deje solidario de consumidor a consumidor, que nos cambiemos a un plan que de inmediato nos propone y con el que economizaremos y viviremos mejor. Aunque intentemos colgar, ella (o él) persevera y acabas por ser mal educado o por emplazarle para otra ocasión en que, mientes, no estarás en casa a esa hora o no cogerás el teléfono, aunque ella (o él) persistirán. Y te dará mala conciencia, porque sabes que ellos no son distintos a ti, y que si simulan es porque sus compañías les pagan por hacerlo. Aunque sea una miseria lo que sabes que les pagan.
Lees el periódico, enciendes el televisor o la radio y se presentan enseguida, en cualquier cadena, casi a cualquier hora, en el salón de tu casa. Visten trajes y corbatas uniformes como clones salidos de una máquina de hacerlos todos iguales. Conocemos sus caras y el rictus con que intentan imitar una sonrisa, que no se parece en nada a lo que tú llamas así. Siempre son los mismos. Pretenden que confíes en ellos aunque ya te han defraudado muchas veces y jamás te han pedido excusas por ello. Lo han hecho mal, muy mal, pero no se van, ni los echan. Y te hablan, una vez más, como si supieran de lo que hablan, aunque tú sabes que lo que deberían decir no lo confesarán jamás. Aunque, eso sí, ellos ganan mucho más que tú, y por eso no tienes ningún remordimiento cuando los ignoras. Así que apagas
Luis Grau Lobo
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