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Misión rescate

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(Publicado en El Mundo de León, el 21/11/2010).

Decíamos hace dos semanas que el centro de gravedad de la economía mundial se ubica definitivamente lejos de Europa. Un continente que estos días sólo está pendiente de rescatar a algunos de sus socios del riesgo de quiebra de sus bienestares financieros y, por extensión, sociales. Debido a esa zozobra doméstica, los grandes temas de nuestro tiempo han pasado a ocupar un lugar secundario en los medios y en las agendas políticas. Simplemente, ni están ni se les espera, pues también son caros y parecen convertidos en un lujo. Asiático. Sólo nos acordábamos de los "pobres" cuando no teníamos otra cosa que hacer. Malos tiempos para esos objetivos del milenio que cada vez se alejan más, para la salvación del planeta como ecosistema habitable para nuestra especie, para los miles de millones de desheredados que ni agua salubre tienen a su disposición, para países enteros condenados a la opresión armada o la tiranía del hambre y la desigualdad, del analfabetismo y la enfermedad, para millones de personas en un número creciente que, habitando supuestamente el primer mundo, sobreviven en los guetos de indigencia del primero... La vieja Europa, que cada vez es más una Europa vieja, ya no es el referente económico y hace tiempo dejó de serlo cultural o socialmente, una vez desmontada la mitología justificativa de la colonización. Pero entonces ¿qué papel nos queda a los europeos? Pues tal vez el del único Producto Interior (no bruto) que hemos sido capaces de elaborar a lo largo de los últimos dos siglos y que merece la pena defender: la irrenunciable extensión de los derechos y libertades humanas, la aspiración a una justicia social basada en una sucesión de conquistas que, precisamente ahora, se ponen en solfa. Y aquello que, bajo la fórmula de "estado de bienestar" resulta aún defendible, más allá de aquello a lo que deberemos renunciar para salvarlo. Esa debería ser nuestra principal exportación, nuestra contribución al mundo. Pero sin aranceles.

Aunque para muestra de tales aranceles y del complejo de inferioridad que nos atenaza, vale el botón saharaui. Treinta y cinco años de ejemplar protesta pacífica por la consecución de un derecho admitido por la comunidad internacional contra una potencia regional ocupante a la fuerza, por causa de una descolonización vergonzante y chapucera. Treinta y cinco años demostrando que no hacen falta bombas o actos de violencia para reivindicar lo que es justo, y para una vez que se quejan, los dejamos, todos, más tirados que aquella vez, a merced de un silencio impuesto por quien dice sufrir difamaciones de la prensa. Qué patético. Por ambas partes. Porque encima comadreamos con el nuevo colonizador, amordazando lo que realmente pensamos, pues ya decía Churchill que los estados no tienen amigos, sino intereses. Pobre Jiménez, condenada a poner cara a este descaro, sabiendo que cualquier otro se vería obligado a hacer exactamente lo mismo. Pero ya sabemos a dónde conduce todo esto: más rabia, más odio, más violencia: más sufrimiento de los más débiles.

Ahora que algunos países islámicos hasta se atreven a proponer a la ONU que se validen sus leyes contra la blasfemia (la que ofende, eso sí, a la "religión auténtica") es hora de decir basta y recuperar el aliento de las únicas conquistas de los europeos que cabe defender. Sin embargo, una Europa cada vez más encerrada en su autismo elitista, cada vez más patio de atrás de los países emergentes, convertida en obstáculo para sí misma, parece resignada a renunciar también a la política, a ceder en esto, tan básico, para preservar la posibilidad de seguir alimentando consumidores que gasten su dinero con la fruición habitual, que adquieran un nuevo coche cada pocos años. No tenemos confianza porque no esperamos otra resolución que el retorno a nuestros viejos privilegios, aunque a menudo sean pedestres y mezquinos. Y sí, ya sé, no mola hablar de esto. Pero no me vengan con tanta crisis, que hay quien está de por vida en ella. Y a ellos es a los que deberíamos "rescatar"..

 

Luis Grau Lobo

¿Té para todos?

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(Publicado en El Mundo de León el 7 de noviembre de 2010).

 

Como era de esperar, con esto de la crisis, los ultras están crecidos. Y además muchos de ellos ya no disimulan bajo el antifaz neocon del libre mercado, los trajes de marca, la eficiencia broker y demás vainas, porque ya no cuela. Después del tortazo global de la economía y de que los ciudadanos de medio mundo se hayan percatado de la pamema que nos vendían y de la necesidad de rescatar las fortunas de otros con nuestros magros impuestos y el recorte de los servicios públicos básicos, la derecha light parece haber dejado sitio en el escenario al fascio de toda la vida. Sin complejos, que diría aquél. Para muestra, el Tea Party, ese partido que tiene nombre del after donde pasa sus tardes Miss Marple, aunque evoque el Motín del Té, cuando los bostonianos se rebelaron en 1773 contra un impuesto de su majestad transoceánica, preludio mercantil y simbólico de la independencia gringa.

Hace dos años Barack Obama generó una oleada de esperanza y renovación de tal magnitud que está a punto de convertirse, en una suerte de boomerang político, en un alud de desencanto, augurado por el mayor batacazo electoral a mitad de un mandato presidencial desde los años treinta. Los republicanos han recuperado el control de la cámara de representantes y han rozado el del senado, aunque arrastren ahora el lastre político e ideológico de administrar los exabruptos racistas e histriónicos del Partido de la teína. Es comprensible que así haya sido; Obama no ha decepcionado, sino que lo hacen los tiempos, o, más bien, los tempos de la política, su administración, y la difícil visualización inmediata y mediática de las medidas correctoras, de los avances sociales, pese a que haya conseguido alguno de los más importantes en muchas décadas. Sin embargo, para aprovechar el desaliento de la gente siempre hay un simpático teórico de derechas dispuesto a revelarnos la receta mágica: recortar o privatizar derechos y conquistas ciudadanas para recuperar la rentabilidad y pretendida eficiencia de la cosa pública. Como en las empresas, vaya (también en las de Díaz Ferrán). Sarkozy o Cameron, y ahora, puesto en copia, Rajoy. Y da igual que salga a la calle quien salga a reclamar lo que es suyo, en París, en Madrid...

Pero esa línea de pensamiento en estos tiempos agitados acaba desembocando con cierta naturalidad en andanadas ultras que invocan para tales alivios empresariales el despido de cuantos "grupos" supongan un "lastre financiero", o simplemente, el de aquellos que no coincidan con su idea de empleado modélico. Por este orden (o por otro, qué más da) tales extremistas cargan contra los inmigrantes, los homosexuales, otras razas... los "distintos" según los devotos del té que sirve Palin puntualmente, invocando la esencia de un país-empresa que sólo está y sólo cabe en cabezas tan hueras. Cabe recordar que la democracia es el único sistema político que protege a las minorías. A todas ellas, pues sólo su totalidad compone una mayoría suficiente. Y que todos formamos parte de alguna minoría. Por lo que si alguna queda fuera, ya no puede llamarse así.

Pero más allá de ese fanatismo residual, que esperemos se quede en el residuo que es, la clave de nuestros días reside en otra parte del mundo. En el modelo económico que deslumbra en esta época de penumbras, y en su manifestación política: China. El país del té. La próxima potencia dominante, si no lo es ya, parece llamada a confirmar, de manera perversa, aquellos inquietantes postulados: lo primero es el crecimiento económico, los derechos humanos pueden esperar -¿hasta cuándo?-, lo importante es producir y prevalecer, la gente es accesoria salvo para trabajar en condiciones precarias. Un escalofriante horizonte que, sin embargo, no es cuestionado en voz alta por los líderes políticos occidentales, temerosos de la alargada sombra de Pekín, amedrentados por su propia fragilidad financiera o tal vez íntimamente seducidos por el brío empresarial del Partido único. China no sólo es el gigante al fin emergido, sino que podría convertirse en el paradigma emergente, pero se asemeja alarmantemente a una versión reverdecida, o posmoderna, de los viejos totalitarismos occidentales.

 

Luis Grau Lobo

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