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La mirada arqueológica

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(Publicado el El Mundo de León, el 25 de abril de 2010)

 

En el Palacio Real de Madrid se expone estos días y hasta julio uno de los episodios más brillantes de la historia de las humanidades en España. Bajo el título "Corona y arqueología en el siglo de las luces", la muestra recuerda el papel impulsor y decisivo de la monarquía borbónica y en particular de Carlos III en el desarrollo de las indagaciones en Pompeya, Herculano y otros lugares antiguos, y, como consecuencia, la gestación de una moderna arqueología que superaba el anticuariado de la era barroca. Ya no se trataría sólo de recuperar piezas de museo, sino de intentar comprender el pasado.

A menudo olvidamos que lo único que nos queda del pasado son objetos, cosas empeñadas en sobrevivirnos con empecinamiento insensible, cosas que poco o nada parecen decir de nosotros aunque quisiéramos que lo dijeran todo, cosas que si pueden revelar algo lo hacen más sobre quienes las observan con un detenimiento de exploradores absortos que sobre quienes las fabricaron, las reunieron o las arrojaron a un trastero sin mayores ceremonias. Son esas cosas las que, elegidas por el azar del tiempo, retornan a la orilla del presente con la fascinación de los despojos de un naufragio mitológico que recalara en las vitrinas de los museos. Por eso en las salas de los museos arqueológicos convive lo excelso y lo vulgar, lo cotidiano y lo extraordinario, pues todo vale para recuperar el hilo de una urdimbre imposible, para tejer la frágil tela de araña que atrape ese pretérito paradójico y fugaz. El arqueólogo persigue un fantasma para hacerlo visible ante nuestra atónita, incrédula presencia. Una visión que reside en esa mirada, la mirada arqueológica.

Porque el historiador ausculta la voz aún estentórea de los poderosos, de lo oficial, o, tal vez, la de una antigua heterodoxia admitida en el juzgado de la historia como un exótico testigo, un visitante que ya no nos amenaza. Por su parte, el historiador del arte levanta sus teoremas sobre la belleza reconocida y consensuada por épocas dispares, entre la admiración y el embeleso. Trabaja con nuestro sometimiento a normas y formas que nos superan. Y, mientras, el antropólogo o el etnógrafo modelan y rastrean un pretérito imperfecto que aún conserva anclajes en la hondura palpitante de nuestro presente.

Pero el arqueólogo se debate entre la incertidumbre y el caos, el pasmo o la zozobra; las evidencias que maneja prueban un delito que desconocemos. Sus objetos y sus objetivos consisten en dar voz a quienes nunca la tuvieron, no hay para él nombres propios ni gentes mejores que otras, su interlocutor es colectivo, su aspiración quimérica, el coro de las comunidades humanas, de los desheredados o simplemente desaparecidos y anónimos. Y su terreno, el del azar y el descubrimiento, acto violento que le enfrenta a la implacable jurisdicción del tiempo con la perspectiva ingenua o inocente de quien no tiene las claves para interpretar una partitura perdida, con instrumentos cada día diferentes. Crítica al tiempo que volátil, la arqueología debe mantener la serenidad en medio de los despojos de una historia escrita a lápiz y en minúsculas.

Quizás por eso los museos arqueológicos nos gusten. Porque son más modestos, menos ufanos o presuntuosos, menos seguros de sí mismos. Y sobre todo porque son más nuestros, más cercanos, más familiares, como el álbum fotográfico de una estirpe que es la nuestra pero que no conocimos y a la que apenas unos rasgos y conjeturas nos vinculan. Y por eso, en especial en estos tiempos de efemérides, batallitas, reyes copetudos y ceremonias de papelón, sigue siendo necesario acudir a ellos, y a la arqueología; pues como dijo W. H. Auden, "De la arqueología /se ha de extraer, al menos, una enseñanza,/ a saber: todos/ nuestros libros de texto nos engañan.

 

Luis Grau Lobo

Vigilante de museo

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(Publicado en El Mundo de León el 20/04/2010)

 

Suelen ser motivo de broma y hasta de burla, porque su tarea se nos antoja más bien aburrida y en ocasiones ingrata. Sentados, en pie, paseando, mirando distraídamente al vacío, al periódico, a una novela o, con una mueca inevitable y comprensible de fastidio, a esa excursión de escolares cuyo bullicio altera su paz y les alerta de manera tensa y repentina, casi nunca son como nos parecen. Es verdad que tienen que insistir en las prohibiciones y normas que nosotros mismos redactamos para evitar que nuestro legado más precioso se vea perjudicado por nuestra tendencia a erosionar aquello que amamos o por el simple desprecio hacia aquello que aman otros. Es cierto que nos avisan a la entrada, nos cobran, nos preguntan la edad y, a veces, la procedencia, indagan sobre nuestros gustos y nos ofrecen en ocasiones lo que creemos que es poco a cambio de tanta pregunta e incomodidad. Y también nos amonestan, casi siempre con una gentileza que cuesta mantener hora tras hora, día tras día, cuando quebrantamos de inmediato las normas que nos acababan de anunciar y que vemos colocadas por doquier en carteles a la vista, que sabemos antes de entrar aunque luego nos apetezca jugar a policías y ladrones con su infinita paciencia. A veces incluso los miramos como si no tuvieran derecho a limitar nuestra sagrada voluntad de hacer lo que nos da la gana.

Entre su pobladísimo anonimato ha habido algunos con fama, pero casi siempre a causa de un acontecimiento que traicionaba su espíritu gremial, su profesión. Desde aquel que robó la Gioconda para llevarla de vuelta a casa, a Italia, hasta el vigilante que, atrapado durante años en la misma sala, enloquecido, acabó arremetiendo con un martillo contra la bellísima crátera François hasta hacerla añicos. Pero en general, la suya es una existencia pacífica, pero no exenta de sobresaltos, en apariencia ensombrecida por el fulgor de las obras maestras que les rodean, de los testimonios modestos, longevos e inquietantes sobre la fugacidad del tiempo y la vanidad de las vanidades, que tienen la misión y el orgullo de proteger, contagiados, quizás de la melancolía de su pervivencia. Hace tiempo leí que un visitante asiduo de museo se dedicaba a fijarse en los vigilantes de las salas en lugar de hacerlo en las obras que exponían y, de esta manera, sus jornadas en el museo resultaban mucho más entretenidas y originales. También hace tiempo que su presencia se cuestiona en muchos foros, entregados como están los museos, como toda máquina cultural, al vértigo de una modernidad en ocasiones chusca y voluble, casi siempre empresarial. Guías, monitores, actores... numerosos inquilinos ocupan ahora las salas de los museos con un bullicio y alharaca que ellos ignoran o supervisan, tal vez con la confianza de su dominio sobre el ámbito que otros sólo ocupan vicariamente, sabedores de que el silencio retornará para su distinguido regocijo.

Sin ellos no habría museos ni apenas visitas, pues saben indicar, aconsejar, comentar, callar. Conocen palmo a palmo su territorio, que es el mismo que el de las obras que vigilan y, entre discusión y acuerdo sobre el cuadrante de horarios o la negociación sindical, comentan alguna de ellas con frases más concisas y aceradas que cualquier catedrático. Son tanto el museo como lo que hay en él, pues lo habitan más que nadie y sólo una casa habitada es una auténtica casa. Ellos proporcionan a este frío depósito del pasado el calor suficiente como para que merezca la pena entrar en él.

Digo todo esto porque este miércoles falleció una compañera de trabajo de nuestro Museo de León, María José. Ella, como tantos que han pasado por sus salas, como Amparo, que acaba de jubilarse en ellas, era una extraordinaria persona cuya sonrisa y atenciones eran la primera obra de arte que los visitantes podían apreciar en este Museo. Adiós, María José. Seguro que muchas de las miradas congeladas en las paredes del Museo te echarán de menos. Como nosotros.

 

Luis Grau Lobo

Digital (y tal)

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(Publicado en El Mundo de León el 11 de abril de 2010).

 

El mundo, o al menos la parte del mundo que aparece en la televisión y que tiende a convertirse en todo el mundo, ya no se manifiesta a través de una señal analógica, como solía. Nuestros receptores ya no registrarán más aquellas precipitaciones de ventisca o niebla durante las interferencias y fallos técnicos. Esa "climatología" adversa ya no tendrá visos de fatalismo ajeno o domiciliario -¿será "de ellos"?-, ni parecerá natural y meteórica. Perdida la analogía, la emisión digital cuando falla se transforma en una catalepsia descoyuntada y arcana, casi ontológica por irreal, compuesta de cuadraditos descompuestos, ridículos: se "pixela" la imagen, dicen los que entienden. Pero ¿esto era todo? No. El mundo también esta dejando de ser analógico para convertirse en digital. Y la televisión es tan sólo un paso más, de gran zancada.

Al principio el mundo se interpretaba gracias a los símbolos. La era simbólica se inició en los techos de Altamira hasta declinar en los últimos dos siglos, razón por la que las instituciones varadas en esa forma de pensamiento (las iglesias tradicionales en particular) no aportan nada interesante al avance del pensamiento. Después fuimos analógicos, y la ciencia ensayó una manera de comprender la realidad fundamentada en el estudio de las similitudes, de las formas comunes y las dispares. Pero el mundo ya no quiere representarse por analogía, por códigos que remitan a la capacidad metafórica de la mente humana, a la comparación lectiva y ejemplar; sino por números, dígitos, mediante la objetiva y fría oscilación de la matemática más escueta y universal, por la imperturbable lógica del hay o no hay. La naturaleza ha sido sustituida por su representación, por un doble virtual creado a su imagen, aunque no a su semejanza.

Pero tal vez la naturaleza suela jugar más en analógico que en digital. No sólo porque los acontecimientos se desarrollen en términos de progresión y regresión, de continuidad y, por tanto, de analogía; sino porque la comprensión del mundo por aproximación aún se antoja más rica y versátil que su representación binaria, digitalizada, virtual, falsa al fin. Una analogía es un estímulo hacia la capacidad de entendimiento, un acicate a la posibilidad siempre remota de comprender, de aprehender. Algo digital casi siempre simplifica, sintetiza un fenómeno más complejo para reducirlo a valores asumibles, cerrados, concretos. En ese sentido, quizás por su adolescencia, la digitalización se nos muestra aún como un empobrecimiento, muy acorde con la globalización, muy sintomático de ella. Así que cuando enciendan su televisor (su teléfono, su ordenador, su equipo de música, su vídeo cámara...) si es que pueden ver algo y la señal de Matadeón no ha dejado de resistirse al invasor, consideren que estamos cambiando no sólo de forma de ver la tele, sino de forma de ver y entender la realidad.

Quienes nos han vendido este cambio dicen, además, que la tecnología digital es más inmune al ruido de fondo y a las interferencias; que nos permitirá tener acceso a múltiples y nuevos "servicios" (pagaremos por todos ellos, incluso por los "gratuitos", no se preocupen). Pero también es más procesable, lo cual, aparte de una ventaja para el usuario, puede ser también un inconveniente, pues favorece otro tipo de interferencias, las voluntarias. Lo digital es un arma de control: sabrán qué vemos, cuándo, cómo... Lo sabrán todo de nosotros. Nos pixelarán. Porque el mundo ya no se manifiesta a través de una señal oscilante, fluyente, indómita si me apuran, sino a través de una serie de paquetitos muy bien envueltos y escuadrados lanzados por un cable de forma muy ordenada, gracias, en resumen, a la infinita combinatoria del cero y el uno, del sí y el no, del blanco y el negro. El mundo se está haciendo maniqueo. Más aún.

Y hablando de otra cosa. Este periódico, que se resiste a la era digital papeleándose un lugar sólido y fidedigno en las hemerotecas de siempre, cumple estos días dos años, que no es nada, pero ya es mucho: felicidades.

 

Luis Grau Lobo

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