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La conquista del rostro

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(Publicado en El Mundo de León, el 20 de junio de 2010)

 

En un principio existía el hombre, no los hombres. Los primeros rostros que conservamos no pertenecen a nadie en realidad aunque, de cierta manera, representen a muchos. Son la imagen de una idea, de una categoría casi siempre vinculada al poder, político y religioso, que entonces era el mismo. Los faraones egipcios en su hieratismo de caliza o los basaltos oscuros de los gobernantes mesopotámicos petrificaban una condición inmortal que apenas tenía que ver con los rasgos propios de una cara concreta. Eran retratos concebidos como la expresión inmutable y canónica de una efigie, situada más allá de la fama de un nombre propio o de las cicatrices que el propio tiempo -que también pinta, como dijo Goya- dejaría después en ella para hacerla más humana, como el ojo tuerto de la Nefertiti berlinesa. Y cuando alguien osaba salirse de la norma, a su muerte las aguas volvían al cauce con prontitud, y el nombre del díscolo era sepultado bajo el estigma de la herejía, tal fue el caso de Akhenatón.

En Grecia pocos retratos se conservan que no reflejen con timidez facciones que nunca existieron, tamizadas por las creencias en un ideal que iba más allá de las apariencias. Pero Roma abrió, como en tantas cosas, el camino del retrato entendido a la manera de una representación fisonómica, un parecido veraz en el que se acrisolaban las ambiciones de eternidad carnal de un prócer y la pericia técnica de los escultores que no podían superar aquel ideal griego y, por ello, emprendieron otro camino. El rostro había comenzado a ser entendido como la encarnación del espíritu del individuo, "el espejo del alma", se dirá. Esa senda se extravió durante la Edad Media, pero el Renacimiento retomó, a la luz de las ruinas de aquella supuesta Edad de Oro, la idea de que la fama del individuo debía encontrar réplica en una inmortalidad vista de perfil o de frente. Continuaban siendo, empero, personajes bendecidos por la historia, y apenas Caravaggio lograba colar las caras sucias y agrietadas de sus vecinos de barrriada en los rostros de sus santos torturados y sus vírgenes impávidas. Entonces, Velázquez convirtió en distinguidos figurantes a los bufones y contrahechos que poblaban el lóbrego palacio de los Austrias, devolviéndoles su dignidad en la mirada que aún nos dirigen. El retrato había acabado por decir más del personaje que los mismos rasgos de su rostro, era "troppo vero", como exclamó el papa Inocencio X cuando contempló el que le hiciera el pintor sevillano.

En el mundo contemporáneo, al igual que la perpetuación del rostro el rostro mismo de una persona, único e intransferible, se ha convertido al fin en la imagen de esa persona, para hacerle honor o para traicionarla. El hombre, todos los seres humanos, comenzaban a tener rostro, a contar con un primer plano ante el que reconocerse y conocerse.

Desde mucho antes, también, ocultar el propio rostro ha sido síntoma de una condición ignominiosa, de exclusión de la sociedad, de quien se siente repelido por ella, quien se ha descartado por su voluntad o quien debe protegerse de una amenaza. Taparse la cara es no dar la cara, sentir una vergüenza impropia por uno mismo o que alguien la sienta hacia ti, quizás por lo que tus rasgos denuncian de él.

Por todo esto y más, creo que la posesión del propio rostro, con todas sus consecuencias, ha sido, y por desgracia vuelve a ser, la crónica de la conquista de un derecho. Y retorna, porque aún hay a quien se le niega ese derecho. Que se defiendan el burka y otras manifestaciones de reclusión individual escudándose en una supuesta identidad o práctica cultural es como si hiciéramos lo mismo con otras formas de opresión del pasado, por fortuna desterradas de la generosa concepción de la tolerancia occidental. No cabe confundir el respeto a la diferencia con la indiferencia ante la falta de respeto. Como en otros asuntos, aquí la tolerancia es una derrota de la lucha por nuestras libertades, esas que podemos ofrecer a quienes vienen a vivir con nosotros. Que tal vez vengan también por ese motivo. Bienvenidos sean, que queremos ver su cara para conocerles mejor.

 

Luis Grau Lobo

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Dramatis personae

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(Publicado el El Mundo de León el 6 de junio de 2010)

 

Cultivo una aversión sin paliativos a los actos protocolarios que incluye una escasa complacencia por conocer a personalidades famosas, incluidas aquellas por las que pueda sentir algún tipo de admiración. En especial éstas. Y no se trata de timidez, que también, sino, sobre todo, de prevención. Si aprecio la obra de tal o cual escritor, músico, o artista en general, prefiero seguir gustando de su obra antes que tener que paladearla a la luz del conocimiento de su autor, que puede ser un valor añadido pero que también suele acarrear una penosa decepción. Es fácil entenderlo: por poner un caso, desde que conocí qué clase de tipo era Cela (o al menos qué imagen pública proyectaba en los medios), dejé de leerlo. Lástima. ¿Qué hubiera pasado de haber conocido a Cervantes, por poner otro caso? ¿Y si Shakespeare era un cretino? Por suerte, ambos, sobre todo el último, se guardaron muy bien de dejar demasiados datos biográficos para la posteridad, pues cuando se revisan las vidas particulares de nuestros más queridos autores, lo habitual es toparse con comportamientos y declaraciones que nada tienen que ver con la idea que de ellos nos hemos hecho gracias a su obra. Y aunque eso sólo confirme que esa idea es más parte de nosotros que suya, que cada obra es interpretada en cada lectura, no conviene tentar al diablo, pues ¿a quién no le ha caído gordo Picasso? ¿cómo no sentir repulsión por las chaladuras dalinianas?

Por eso procuro no ver en televisión demasiadas entrevistas personales resueltas en unos minutitos, ni tener a mano muchas "semblanzas" (que otra cosa son las biografías literarias), y no conservo más que un par de libros firmados por autores a los que conocía de antemano; jamás me acerco a las casetas de firmantes y postulantes, y suelo reducir a un apretón de manos y un saludo lacónico las presentaciones ante un "conocido artista" cuando está en ese trance social de darse a conocer.

De cualquier manera, una vez sobrepasado ese umbral, caído el telón del conocimiento personal, suele ser necesario saber más. El embozo de lo social, y más si es en la escena, sobre los coturnos, sólo genera ese tipo de decepciones, pero profundizando resulta que, al mirarlas con el pequeño angular de la historia, las vidas de aquellos que creímos distintos y distantes cobran una complejidad sin aposturas, una existencia que puede explicarse a sí misma y a las de otros, aunque no justifique nada. Y observamos a nuestros "ídolos" como lo que son: actores del mismo drama que vivimos los demás. Y, al fin, cada pieza encaja con una inadvertida perfección en el rompecabezas de su fortuna crítica, de la vida de su obra tras la desaparición de quien la concibió, quizás lo verdaderamente importante y única eternidad (falsa también) a la que cabe rendir aprecio.

Andrés Trapiello, en la reedición de su clásico "Las armas y las letras" sobre el mundillo literario durante la guerra civil, ofrece un desfile de egos y desventuras al paso de las miserias de aquella guerra, de nombres que aún resuenan y otros que apenas se recuerdan, unos justa y otros injustamente, víctimas todos del desquiciamiento de un conflicto civil eternizado en la dictadura y de un exilio que acabó ser común a todos ellos, desterrados de su propia época. Es un catálogo de historias ejemplares, porque ante las situaciones dramáticas cada cual se retrata con rasgos gruesos, de máscara.

El Ministerio de Cultura, por otra parte, acaba de publicar su Portal de víctimas de la guerra civil y represaliados del franquismo, un formidable listado de vidas truncadas o desfiguradas cuyos nombres esconden mil y una historias de ejemplaridad colectiva e individual. Su novela está pendiente. Ahora que vivimos tiempos en que no sopesamos obras y biografías, sino que nos quedamos sólo con estas últimas y tendemos a promocionar episodios escabrosos o triviales de personajillos sin sustancia, no está de más reconocer que, al menos, los actos y consecuencias, las obras, sí pueden ser escrutados en el balance de la historia y que ese recuento, tarde o temprano, debe alcanzar a todos. Sin excepciones.

 

Luis Grau Lobo

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