Dramatis personae

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(Publicado el El Mundo de León el 6 de junio de 2010)

 

Cultivo una aversión sin paliativos a los actos protocolarios que incluye una escasa complacencia por conocer a personalidades famosas, incluidas aquellas por las que pueda sentir algún tipo de admiración. En especial éstas. Y no se trata de timidez, que también, sino, sobre todo, de prevención. Si aprecio la obra de tal o cual escritor, músico, o artista en general, prefiero seguir gustando de su obra antes que tener que paladearla a la luz del conocimiento de su autor, que puede ser un valor añadido pero que también suele acarrear una penosa decepción. Es fácil entenderlo: por poner un caso, desde que conocí qué clase de tipo era Cela (o al menos qué imagen pública proyectaba en los medios), dejé de leerlo. Lástima. ¿Qué hubiera pasado de haber conocido a Cervantes, por poner otro caso? ¿Y si Shakespeare era un cretino? Por suerte, ambos, sobre todo el último, se guardaron muy bien de dejar demasiados datos biográficos para la posteridad, pues cuando se revisan las vidas particulares de nuestros más queridos autores, lo habitual es toparse con comportamientos y declaraciones que nada tienen que ver con la idea que de ellos nos hemos hecho gracias a su obra. Y aunque eso sólo confirme que esa idea es más parte de nosotros que suya, que cada obra es interpretada en cada lectura, no conviene tentar al diablo, pues ¿a quién no le ha caído gordo Picasso? ¿cómo no sentir repulsión por las chaladuras dalinianas?

Por eso procuro no ver en televisión demasiadas entrevistas personales resueltas en unos minutitos, ni tener a mano muchas "semblanzas" (que otra cosa son las biografías literarias), y no conservo más que un par de libros firmados por autores a los que conocía de antemano; jamás me acerco a las casetas de firmantes y postulantes, y suelo reducir a un apretón de manos y un saludo lacónico las presentaciones ante un "conocido artista" cuando está en ese trance social de darse a conocer.

De cualquier manera, una vez sobrepasado ese umbral, caído el telón del conocimiento personal, suele ser necesario saber más. El embozo de lo social, y más si es en la escena, sobre los coturnos, sólo genera ese tipo de decepciones, pero profundizando resulta que, al mirarlas con el pequeño angular de la historia, las vidas de aquellos que creímos distintos y distantes cobran una complejidad sin aposturas, una existencia que puede explicarse a sí misma y a las de otros, aunque no justifique nada. Y observamos a nuestros "ídolos" como lo que son: actores del mismo drama que vivimos los demás. Y, al fin, cada pieza encaja con una inadvertida perfección en el rompecabezas de su fortuna crítica, de la vida de su obra tras la desaparición de quien la concibió, quizás lo verdaderamente importante y única eternidad (falsa también) a la que cabe rendir aprecio.

Andrés Trapiello, en la reedición de su clásico "Las armas y las letras" sobre el mundillo literario durante la guerra civil, ofrece un desfile de egos y desventuras al paso de las miserias de aquella guerra, de nombres que aún resuenan y otros que apenas se recuerdan, unos justa y otros injustamente, víctimas todos del desquiciamiento de un conflicto civil eternizado en la dictadura y de un exilio que acabó ser común a todos ellos, desterrados de su propia época. Es un catálogo de historias ejemplares, porque ante las situaciones dramáticas cada cual se retrata con rasgos gruesos, de máscara.

El Ministerio de Cultura, por otra parte, acaba de publicar su Portal de víctimas de la guerra civil y represaliados del franquismo, un formidable listado de vidas truncadas o desfiguradas cuyos nombres esconden mil y una historias de ejemplaridad colectiva e individual. Su novela está pendiente. Ahora que vivimos tiempos en que no sopesamos obras y biografías, sino que nos quedamos sólo con estas últimas y tendemos a promocionar episodios escabrosos o triviales de personajillos sin sustancia, no está de más reconocer que, al menos, los actos y consecuencias, las obras, sí pueden ser escrutados en el balance de la historia y que ese recuento, tarde o temprano, debe alcanzar a todos. Sin excepciones.

 

Luis Grau Lobo

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