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El "pronto"

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(Publicado en El Mundo de León, el 19/02/2012).

Después de una salida de tono o un inicio de trato abrupto y grosero, es frecuente escuchar a terceros que lo justifican diciendo: "es el pronto que tiene, pero en el fondo es buena persona". Pues no. Las formas importan. Y el fondo será como sea, pero no puede no merecer la pena llegar hasta ahí si para eso hay que atravesar superficies tan inhóspitas. Ese tipo de comportamientos se llamaba antes mala educación, y la gente los repudiaba en cualquier circunstancia. Pero ahora parece que se disculpan dependiendo de quién y dónde los exhiba. Se considera que un "carácter fuerte" tiene bula y hasta se suele dar que todo el mundo trate a quienes no son capaces de dominarse a sí mismos con una consideración especial, por si acaso se enfadan, "ya sabes cómo es...", les disculpan. El exabrupto y la pose permanentemente irritada están de moda, el gesto airado es cool, aunque tras él no se encuentre motivo alguno. Y mientras que mucha gente parece haber desterrado la alegría, el buen humor y la chispa en el trabajo o en el trato "serio", porque no casan con estos tiempos arduos, dicen, sin embargo no se ponen muchos reparos al abuso del mal rollo y la bronca. Menuda ayuda.

Con esto del sagrado pronto, además, los asuntos no se meditan ni se sedimentan, sino que se transfiguran al minuto en reacciones que por su espontaneidad (esa "burbuja tecnológica" del temperamento), se tornan sanguíneas e irreflexivas, alentadas por la inmediatez de las redes sociales y hasta de los medios de comunicación tradicionales, cuya presteza vertiginosa en suministrar datos ha reducido al mínimo la capacidad de reflexión sobre ellos. Una celeridad proclive a los "prontos". Se prefiere la rapidez a la consistencia. Y sin embargo, la red es tan rápida como lapidaria. Lapidaria en el doble sentido, ya que sentencia las cosas con injustos breves, a menudo instintivos, pero al mismo tiempo otorga a éstos una permanencia que ya hubiera querido el antiguo papel de prensa, como si estuvieran escritos sobre mármol pentélico.

Y, dicho esto, tampoco está de más que no se enfade uno donde no toca, en el encaje de la sátira, por poner un caso. Anduvo el corrillo carpetovetónico revuelto con la mofa de los gabachos a propósito del excepcional papel internacional del deporte español y los aislados casos de dopaje, mezclados para escarnio público en los guiñoles de la televisión vecina. Hasta el ministro del ramo habló airado, cuando para cosas de más enjundia ni se le oye.... Y empezó el rasgarse vestiduras todos a una, Fuenteovejuna, como si nos hubieran mentado a la madre o peor, que se diría que en este país lo único que no nos pueden tocar son los atletas que tan bien compiten y a los que el sueldo quizás compense por estos sofocos. En ellos hemos depositado nuestro depauperado orgullo patriótico. Aparte de la isla de Perejil, claro. Y nos olvidamos de que la sátira debe encajarse con aplomo, no recordamos nuestros propios guiñoles o la tradición satírica del español, a veces el único recurso del pataleo para un país venido a menos tantas veces, e ignoramos otras sátiras similares o peores que se hacen a diestro y siniestro tanto allí como aquí y nada pasa. Nos comportamos como el fanático del Islam con nuestros propios dioses olímpicos. Y, sobre todo, olvidamos que lo único que puede hacerse con el humor es apreciarlo, reírse o no, y si es de mal gusto, ignorarlo por tonto, pero no escandalizarse por su ofensa. Con educación. Y con deportividad.

Luis Grau Lobo

Derecho al olvido

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(Publicado en El Mundo de León, el 5/02/2012).

Los recuerdos, al menos cierta clase de recuerdos, están sobrevalorados. Petulantes y despóticos, pretenden dejar a un lado la parte de olvido que necesitan para fraguarse, para hacerse memoria y, con ello, merecer su evocación, su enmienda o su destilación nostálgica. Sólo la negligencia y la reprobación, conscientes o no, modelan nuestra memoria y logran que seamos capaces de soportar el bagaje de recuerdos que hemos de seleccionar y manipular para sobrevivir. Pregúnteselo a Freud. O, mejor, recuerden a Funes el memorioso, atormentado por su prodigiosa, infinita retentiva. La memoria, como los icebergs, se mantiene a flote gracias a ese noventa por ciento que no podemos ver.

El olvido es terapia y enfermedad. El recurso más habitual de los grandes dramatismos, la pérdida de la memoria, permite empezar de nuevo, desde cero, dejando todas las cuencas libres para no ser ahogados por los caudales de antaño. El mal de nuestra época, el más temible, el Alzheimer, supone el regresivo viaje de nuestra mente al estado instintivo y sin anclajes vitales de la infancia, una especie de destino funesto a lo Benjamin Button. El olvido consiente un nuevo principio y presagia el final, es el intérprete trágico de nuestra vida. Por eso las bibliotecas, los archivos, los museos y cualquier institución similar nos dicen más sobre nosotros mismos por lo que falta en ellos que por lo que contienen.

Legislan o quieren legislar en estos días en Europa a favor del derecho al olvido, a propósito de esa pertinaz retentiva vicaria que llamamos red de redes en la que quedan atrapados cuantos testimonios un día nos parecieron dignos de preservarse y, con el paso del tiempo y la retrospección que cuestiona las veleidades de antaño, se convierten en odiosos, vergonzantes o simplemente triviales. Lo que entregamos a Internet y a sus muchas dependencias pasa a ser entonces ese fondo de armario para el que nunca llega el cambio propicio de la moda, pero que ni queremos tirar ni tampoco que alguien vea. Porque sólo a nosotros nos dice algo. Como esas instantáneas en las que aparecemos con poses que ahora parecen ridículas pero que custodiamos con celo y que no enseñaremos más que a los íntimos, tal vez, en medio de una fiesta. Esas cosas que sólo nuestros nietos, quizás ya en nuestra ausencia, mirarán con condescendencia y ternura arqueológicas.

Pero ahora cedemos con frivolidad y largueza nuestros bagajes y testimonios a un cajón que casi cualquiera puede abrir, desde aquellos que un día tuvieron ese derecho pero lo perderán con el tiempo hasta quienes nunca lo tendrán y aún así lo ejercen sin pudor. Facebook. El álbum de fotos del colegio transformado en depósito de nuestra intimidad aventada a los cuatro puntos cardinales. Internet, esa tela de araña que tejemos y nos atrapa a la vez... Sobre todo cuando somos más delicados. Adolescentes. Y la adolescencia no es exactamente una fase vital, sino un estado de ánimo recurrente y tierno que regresa como un eco en cualquier momento, a traición, fugaz o dilatadamente, para desguarnecernos para que, literalmente, adolezcamos. Pero debemos tener el derecho a que esa circunstancia, proclive a la exhibición o la fragilidad, no marque para siempre el siguiente paso que queramos dar. El derecho individual a arrepentirse, a rectificar, a cambiar, a ser redimido y perdonar, a una intimidad que es nuestro único patrimonio. Esa es tarea del olvido.

Luis Grau Lobo

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