Derecho al olvido

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(Publicado en El Mundo de León, el 5/02/2012).

Los recuerdos, al menos cierta clase de recuerdos, están sobrevalorados. Petulantes y despóticos, pretenden dejar a un lado la parte de olvido que necesitan para fraguarse, para hacerse memoria y, con ello, merecer su evocación, su enmienda o su destilación nostálgica. Sólo la negligencia y la reprobación, conscientes o no, modelan nuestra memoria y logran que seamos capaces de soportar el bagaje de recuerdos que hemos de seleccionar y manipular para sobrevivir. Pregúnteselo a Freud. O, mejor, recuerden a Funes el memorioso, atormentado por su prodigiosa, infinita retentiva. La memoria, como los icebergs, se mantiene a flote gracias a ese noventa por ciento que no podemos ver.

El olvido es terapia y enfermedad. El recurso más habitual de los grandes dramatismos, la pérdida de la memoria, permite empezar de nuevo, desde cero, dejando todas las cuencas libres para no ser ahogados por los caudales de antaño. El mal de nuestra época, el más temible, el Alzheimer, supone el regresivo viaje de nuestra mente al estado instintivo y sin anclajes vitales de la infancia, una especie de destino funesto a lo Benjamin Button. El olvido consiente un nuevo principio y presagia el final, es el intérprete trágico de nuestra vida. Por eso las bibliotecas, los archivos, los museos y cualquier institución similar nos dicen más sobre nosotros mismos por lo que falta en ellos que por lo que contienen.

Legislan o quieren legislar en estos días en Europa a favor del derecho al olvido, a propósito de esa pertinaz retentiva vicaria que llamamos red de redes en la que quedan atrapados cuantos testimonios un día nos parecieron dignos de preservarse y, con el paso del tiempo y la retrospección que cuestiona las veleidades de antaño, se convierten en odiosos, vergonzantes o simplemente triviales. Lo que entregamos a Internet y a sus muchas dependencias pasa a ser entonces ese fondo de armario para el que nunca llega el cambio propicio de la moda, pero que ni queremos tirar ni tampoco que alguien vea. Porque sólo a nosotros nos dice algo. Como esas instantáneas en las que aparecemos con poses que ahora parecen ridículas pero que custodiamos con celo y que no enseñaremos más que a los íntimos, tal vez, en medio de una fiesta. Esas cosas que sólo nuestros nietos, quizás ya en nuestra ausencia, mirarán con condescendencia y ternura arqueológicas.

Pero ahora cedemos con frivolidad y largueza nuestros bagajes y testimonios a un cajón que casi cualquiera puede abrir, desde aquellos que un día tuvieron ese derecho pero lo perderán con el tiempo hasta quienes nunca lo tendrán y aún así lo ejercen sin pudor. Facebook. El álbum de fotos del colegio transformado en depósito de nuestra intimidad aventada a los cuatro puntos cardinales. Internet, esa tela de araña que tejemos y nos atrapa a la vez... Sobre todo cuando somos más delicados. Adolescentes. Y la adolescencia no es exactamente una fase vital, sino un estado de ánimo recurrente y tierno que regresa como un eco en cualquier momento, a traición, fugaz o dilatadamente, para desguarnecernos para que, literalmente, adolezcamos. Pero debemos tener el derecho a que esa circunstancia, proclive a la exhibición o la fragilidad, no marque para siempre el siguiente paso que queramos dar. El derecho individual a arrepentirse, a rectificar, a cambiar, a ser redimido y perdonar, a una intimidad que es nuestro único patrimonio. Esa es tarea del olvido.

Luis Grau Lobo

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