(Publicado en El Mundo de León, el 13/11/2011)
Ahora que ha pasado la resaca de ese tan utilísimo debate, que ha servido para que la futura oposición explique qué haría si gobernase y el futuro gobierno nos diga qué hizo mal el anterior, lo cierto es que se dilata la incertidumbre y la desconfianza. Cara a cara, lo llamaban. Y es que sólo se miraban a ellos mismos y apenas nos reservaron unos minutos al final. En ese sentido resulta muy significativo hacer una experiencia: apagar el sonido del televisor mientras se observa a ambos, y más allá de su facundia desacreditada, otorgar el protagonismo a semblantes, gestos y, sobre todo, miradas. Y la de Rajoy es una mirada oblicua, huidiza, como escondida tras unas gafas hechas de lo que no dice o no se atreve a decir, por si acaso. Mira hacia el poder, deslumbrado, sin saber si se arrepentirá de hacer realidad su deseo de tantos años. Mientras Rubalcaba parpadea con insistente intermitencia, casi al borde del trastorno nervioso, revelando lo que conoce de la difícil situación y las síncopas de su discurso, lo que querría y no puede. Con una suerte de morse ocular parece avisarnos de aquello que su discurso y sus pálpitos no pueden confesar.
Y, por cierto, ¿se han fijado en las fotografías de los carteles electorales de estos comicios? En los anuncios de farolas y vallas ambos candidatos principales pelean o suman o qué sabe nadie, pero tampoco allí ninguno nos mira a los ojos, sino que dirigen su vista hacia una lejanía inquietante que, claro, no aparece en la foto. ¿Dónde miran? ¿A su destino o al nuestro?
Deberíamos poder votar a posteriori, decidir si un gobierno lo hizo bien o no, si cumplió y se responsabilizó, si mereció la pena darle nuestro voto o debemos pedir cuentas por ello. Pero aquí nadie rinde cuentas ni se compromete, por eso nadie mira a la cara.
A falta de poder escoger en listas abiertas más allá de la apisonadora maquinaria de los partidos, en este país votamos a un candidato que no es el que figura en la papeleta, pues en la mayoría de los casos pensamos en el cabeza de cartel estatal antes de hacerlo en aquellos cuyo nombre suscribimos en la papeleta que metemos en la urna. A la mayoría de estos últimos ni los conocemos ni nos suenan. Y, sin embargo, a veces sí sabemos cómo son, o hemos oído y leído sobre ellos en nuestra prensa local, en nuestro barrio, en nuestra ciudad. Pero no importa, porque al ir a votar no pensamos en lo que opinamos de ellos, sino en el partido al que servirán como autómatas presionando un botón o en el líder de ese partido, que depende de esa botonera para gobernar. Tampoco leemos su programa electoral, aunque a veces no importe mucho que lo hagamos pues uno duda si lo han leído ellos o se creen algo de lo que dice allí y van a actuar en consecuencia, si supone una obligación o un mero trámite. Sí sospechamos una cosa: con excepciones, no son los mejores, ni los más preparados, ni los más capaces para afrontar lo que quiera que sea que afronten. Muchos incluso, son gente a la que no confiaríamos nada nuestro, nada que nos importara de verdad, aunque paradójicamente les encomendemos nuestro voto, el máximo poder que nos ofrece nuestro sistema político.
No sé. Quizás vaya a votar a alguien o quizás vote a Nadie, el nombre de los que no tienen nombre, de los que están en peligro, tal como lo usó Ulises en la caverna de Polifemo. Aunque votar, votaré que al menos ese derecho lo quiero intacto. Pero además de en esos tipos importantes que no se toman la molestia de mirarnos de frente, me fijaré en quienes se esconden tras esa imagen afamada y, sin embargo, me ofrecen su nombre para que deposite en ellos mi confianza. Por eso, un recordatorio inservible: miren a la cara de sus candidatos y, después, voten en consecuencia.
Luis Grau Lobo
Leave a comment