La JMJ (c)

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(Publicado el El Mundo de León el 21/8/2011).

Comienza Julian Barnes uno de sus estimulantes relatos afirmando que no cree en Dios, pero que lo echa de menos. En ese orden de cosas, acontecimientos como la JMJ(c) hacen desaparecer toda añoranza. Porque la Jornada Mundial de la Juventud (católica) ha resultado un alivio sólo cuando ha terminado, como casi todos los eventos de su corte, incluidos los mundiales de fútbol y similares. Si en lugar de "peregrinos" ponen fans (apócope de fanáticos) y cambian los rosarios de plástico y las banderitas por cualquier otra seña de identidad groupie, las diferencias se desvanecen como por ensalmo entre esta Jornada y, por ejemplo, el FIB, que también tiene sigla trinitaria. Qué aburrimiento. Menos mal que estamos en agosto y es lo suyo.

La religión, cosa seria donde las haya, se cocina en el magín de cada cual. Y esta obviedad rige para seguidores, exégetas, y, claro, también para quienes no conformes con los cientos que existen, se decidieron a fundar una nueva o a versionar alguna antigua y deslustrosa. Llámese Buda, Mahoma o Lutero, el caso es que la elucubración sobre lo absoluto, sus fórmulas y sutilezas se realiza siempre a título individual, en la soledad de los desiertos, de las reclusiones, de los bosques herméticos, de las habitaciones de hotel... Otro muy distinto asunto es lo que sucede poco más tarde, casi inmediatamente después. Lo retrataron con precisión quirúrgica los Monty Python en La vida de Brian: en cuanto se instaura un culto y aparecen "seguidores" surgen las disensiones, que si la secta de la calabaza, que si la de la sandalia... y con ellas la fogosidad colectiva y la vocación de exclusividad. Y en los ardores de la multitud las creencias ceden su puesto a las liturgias y al acartonamiento intransigente del dogma. Eso es lo que hemos visto en Madrid estos días: un buenismo gregario y exhibicionista y la propalación de manidas y recalcitrantes consignas. Nada nuevo. Nada que aportar. Qué pena. Ni siquiera en el terreno del espectáculo. Y parece mentira, porque la iglesia católica cuenta con dos mil años de práctica y, en épocas pasadas, supo manifestarse con las formas más sublimes, con los recursos más persuasivos, recurriendo a las más altas mentes y a los más excepcionales artífices. Por eso decepciona tanto que les salga un acontecimiento tan cargante y soso, tan cursi como los confesionarios de barraca del Retiro, señal de su falta de cintura en estos últimos siglos. Así no, así no. Así sólo convencen a los convencidos. Si hay una iglesia admirable (que la hay), no es la que ha sacado músculo estos días en las calles de Madrid, sino la que se ha quedado al margen de este festival veraniego o ensordecida por él. Quizás sea porque al Vaticano le pasa como a las Diputaciones provinciales, por unir dos noticiones estivales. Ambos sobran, no aportan nada que no se pueda hacer sin ellos, y lo único que consiguen es que haya más cargos y más ceremonia, más protocolo y más despilfarro, menos de aquello que dicen proclamar, sea la misericordia, sea la efectividad en cada caso. Son tanto más inservibles cuanto más se dedican a servir a su propio aparato de poder.

Al final lo que ha quedado claro es que la JMJ, sección c pequeña, ha sido muy parecida a un concierto de Lady Gaga, que, por su parte, vendría a ser una Jornada Mundial de la Juventud, sección g pequeña (de Gaga). De hecho, no descarten ver un día de estos a esa cantante vistiendo alguno de los resplandecientes atuendos que lucen Rouco Varela o el pontífice bávaro.

 

Luis Grau Lobo

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