(Publicado en El Mundo de León, el 4/9/2011)
Se acaba el verano. Y aunque en lo climático éste haya sido de mentiras, con su postrimería nuestros pueblos van recuperando el ritmo respiratorio pausado y achacoso que la llegada de sus hijos y nietos, oriundos o allegados, ha sobresaltado durante la fatigosa estación de las vacaciones. La mayoría de los pequeños pueblos y aldeas de nuestra región, sobre todo en estos tiempos de estrecheces económicas que no dan para horizontes más lueñes, ha asistido impávida a esta invasión de quienes retornan al remoto solar de
Quienes vuelven con la mirada altiva, añorante o enternecida se empeñan en recomponer el tiempo perdido de infancias y mocedades que rastrean en paseos y conversaciones joviales con una sombra de amargura nostálgica, como quien persigue un fantasma, y comparten a voz en grito y carcajada fácil recuerdos comunes una y otra vez, con la perseverancia de los relatos mitológicos evocados a la luz de una vela que ahora suele ser una barbacoa, un fluorescente de cocina o la barra de algún bar. Y mientras los adultos ofrendan su corazón a esa quimera, sus niños, que tal vez no conozcan ese lugar salvo por los días luminosos de recientes veranos que allí transcurren uno igual al anterior, entrelazan los mimbres de un nuevo edén que habrán de rememorar cuando alcancen edades más prosaicas. Entretanto, los mayores que aún apuntalan la morada familiar y algunos jóvenes que se resisten a los cantos de sirena de la ciudad o los han oído y no han caído en sus garras, observan a estos visitantes con cierto aire de sorna poco disimulada o con la condescendencia de quienes sienten ternura hacia la imagen idealizada y bucólicamente irreal que aquellos proyectan en un lugar que, para ellos, no es más que el teatro de lo ordinario. De rutinas que saben que volverán con toda su cadencia reiterativa y su gravedad trivial ahora que resuenan los motores y los adioses.
Y en el epicentro de esta alteración temporera, la fiesta del pueblo. Unas celebraciones que han trasladado su calendario a las inmediaciones de agosto por complacer al visitante ocasional, transformando casi siempre su antigua disposición campesina y ancestral en una suerte de juerga veraniega con botellón y una música ensordecedora, en un remedo trasnochador y doméstico de las vulgares parrandas de la capital, aunque precisamente no sea eso lo que buscan los agasajados, sino sus retoños, y hacia las que los vecinos de siempre se debaten entre la hosquedad y la resignación, sabedores todos de que se trata de una hipoteca por tanta novedad.
Era éste un país rural hasta hace bien poco. Y en el campo, en las poblaciones que resisten, tal vez a su pesar, al furor monótono del gastado ideal urbanita, junto al envejecimiento de sus habitantes y la decrepitud de sus antiguas y nobles casas, vecinas en ocasiones del lujo hortera de algún acomodado con ínfulas, aún se desgrana la íntima afinidad labriega con un campo maltratado por tanto desdén como le brindamos para mirarlo sólo de soslayo con ocasión de los paréntesis de nuestra vida cotidiana.
De alguna manera nos reconforta saber que, a nuestro regreso con ocasión de otros días excepcionales navideños o de estío, encontraremos allí las mismas caras, o quizás alguna menos, y los mismos rincones, tal vez maltratados una vez más, y el mismo aire limpio y como por estrenar en aquel lugar que quisiéramos fuera nuestro hogar y se nos desmenuza entre los dedos año tras año. Inventado y frágil, al fin, como todos los paraísos.
Luis Grau Lobo
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