(Publicado el El Mundo de León, el 30/10/2011).
Pasado mañana cambia el mundo, tal como sucede todos los años. Se celebra la antigua festividad de la cosecha, el final del ciclo del buen tiempo y el inicio del imperio de las sombras (que ahora "conmemoramos" con el cambio horario), el umbral cíclico en que se diluyen las fronteras entre vivos y muertos, ritualizado desde épocas remotas hasta todos-los-santos católicos o la noche anglosajona de Halloween. La jornada que se dedica a los difuntos.
Los celtíberos disponían los cadáveres de sus muertos a la voracidad de los buitres, encargados de elevar sus almas con vuelo majestuoso hacia los cielos bajo los que habitaron. Los tibetanos aún hacen algo parecido. Otros pueblos dan tierra a sus fallecidos esperando que les sea ligera: sit tibi terra levis, pregonan aún muchos epitafios romanos. Y muchos otros entregan sus ancestros al fuego para que el humo escale las alturas en que sitúan un mundo más propicio y mirífico. En la India arrojan cuerpos y cenizas a las aguas sagradas, para que durante su descomposición se fundan con el río sin orillas en que acaba muriendo la propia y majestuosa fluencia que los acoge. Jorge Manrique ya sabía de ello. Los antiguos creían en un río diferente, sumergido en las entrañas de la tierra, más allá de cuyos márgenes el olvido se adueñaba de todo, aunque para alcanzarlo debieran pagar al memorioso remero que los transportaba. De allí sólo retornan los dioses y los héroes, salvo que sea la literatura quien los lleve, como a Ulises, o a Dante.
Algunos pueblos, de la llanura de Salisbury a las riberas del Nilo, han empeñado sus mayores energías en la construcción de formidables tumbas que yerguen la piedra, el material más perdurable, hacia el firmamento, y aún hoy nos sobrecogen con una mezcla de fascinación y familiaridad pues percibimos su angustia y su cuidado. Las momias conservadas intencionadamente y aquellos cuerpos que el azar ha hecho llegar hasta nosotros aún convocan la admiración nerviosa de los niños en los museos y el silencio meditabundo de los adultos. Algunas empresas norteamericanas congelan o desecan los cadáveres a la espera de una inmortalidad imposible, mientras que otras ofrecen arrojar los restos mortales al espacio exterior, lugar tan frío y estéril como la misma muerte.
Desde que, tal vez, el pre-neandertal que habitó Atapuerca hace medio millón de años depositara varios cuerpos de sus congéneres en una sima a la que arrojó un hacha impecablemente tallada y sin utilizar para que se sirvieran de ella en otra vida, lo que ha hecho del ser humano alguien reconocible como tal ha sido la preocupación por los muertos, que no es sino la preocupación por los vivos. Y es cierto que hemos renunciado al trato con nuestros difuntos, pues primero los apartamos fuera de las ciudades de los vivos, cuando antes cimentaron templos y calles, y más tarde decidimos dedicarles apenas un sólo día del año para lavar nuestra conciencia de malos inquilinos ocasionales de la Tierra que nos legaron; pero, pese a tanta variedad en los ritos y a nuestra arrogancia de supervivientes, aún hoy la gran mayoría de estas festividades convocan a familiares y allegados en torno a una losa, un lugar, una evocación íntima, una plegaria canónica o laica. Hay quienes no creemos en mundos futuros que no sean el futuro que labramos en éste para quienes vendrán, pero las ceremonias fúnebres, sea cual sea la religión o creencia bajo la que se celebren, conservan al menos la capacidad de insuflarnos una humildad y perspectiva que nos reubica en el orden de las cosas de este mundo. Es el último favor que debemos a los que ya no están en él.
Luis Grau Lobo
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