(Publicado en El Mundo de León, el 15/5/2011)
Parece ser que el cerebro humano está compuesto a base de capas, como las cebollas. Durante la larga marcha evolutiva de las especies que cuentan con él, se fue perfeccionando a base de añadir estratos, acumulados de manera que cada uno de ellos es el testimonio de una fase de ese proceso, algo parecido a como se acumulan los sedimentos naturales o los sustratos arqueológicos. La corteza superior y sus circunvoluciones son el territorio de los avances mentales y culturales más relacionados con el carácter sapiens de nuestro género, mientras que, en lo más hondo del cráneo, alojamos un reducto cien por cien animalesco, instintivo y reflejo que toma las riendas cuando estamos en situaciones de riesgo extremo o de tensión, y lo hace maquinal y mecánico, como un latigazo de la vieja electricidad animal. Precisamente el dominio cotidiano sobre estos redaños salvajes es el principal atributo de una mente civilizada, y el imperio de los gestos menos reflejos, más reflexivos, es aquello que reconocemos como lo mejor y distintivo del ser humano.
Podría decirse que algo parecido sucede también con las épocas pasadas, que se van amontonando unas sobre otras para cimentar el espíritu del presente, no siempre animado por ideas contemporáneas o acordes con nuestro tiempo. En no pocas ocasiones asistimos al reverdecimiento de actitudes que responden a estratos más arcaicos de nuestra civilización, recreamos gestos o comportamientos del pasado, con un aire despreocupadamente infantil o simplemente con cierto automatismo irreflexivo, que a veces es pintoresco y otras, simplemente retrógrado. Veamos algún caso, porque en estas semanas, hemos asistido al triunfo mediático y popular de varios de estos flash-back de época con resultados y lecturas muy distintos. La boda de
En esa línea, la beatificación exprés de un Papa fallecido hace poquitos años, con su prosopopeya vaticana y las jubilosas consignas integristas arrojadas a la columnata del Bernini cual blanco confeti, nos devuelve el regusto del medievo, el encanto discretamente güelfo y la sombra siempre afilada del trono de Pedro. Aunque, eso sí, en su club hacen santo a quien quieren y como quieren, por supuesto, y pocos rivales tienen a la hora de montar saraos.
Y, por fin, como para rematar este regreso al pasado en un De Lorean trucado, los americanos han abatido a tiros en una casita pakistaní al enemigo público número uno, como en las películas del Oeste o en las de James Cagney. Y aquí sí, aquí ya hemos tocado fondo, retrotrayéndonos a los estadios más remotos de la civilización, aquellos en que la ley del talión o la venganza fría y calculada imperaban o eran admitidas sin más. Habíamos renunciado a esto con aquella famosa frase de que éramos distintos, de que la diferencia entre ellos y nosotros era que nosotros no nos comportábamos así. De ahí los juicios de Núremberg, de ahí la reprobación de los GAL, de ahí eso de los estados de derecho y el derecho internacional... Pero no. Y además resulta que no sólo el premio Nobel de la paz que preside los USA se jacta de tal hazaña, sino que los acólitos occidentales, sean del signo que sean, se lanzan a brindar por esta caza y captura a lo Harry Callahan. Pero es en estos casos, tan radicalmente claros, donde ha de demostrarse la diferencia, cuando hay que apresar y juzgar con todas las garantías. En ellos se dilucida si nuestro cerebro más reciente y educado es capaz de gobernar esos bajos instintos que llevamos tan dentro desde la época en que éramos reptiles. Aquí también se juzga si nuestro tiempo podrá ser mejor que otros. No lo hemos logrado esta vez, pero al menos no nos congratulemos por ello.
Luis Grau Lobo
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