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Trece siglos ha

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(Publicado en El Mundo de León, el 26/6/2011).

Sí, es evidente que ya no está el horno para centenarios y celebraciones varias, y que a fuerza de conmemorar el aniversario de casi todo (hasta el centenario de la llegada de Machado a Soria hace cuatro años...) estuvimos a punto de celebrar el no-aniversario, cuando esto era el País de las Maravillas para los presupuestos de actos y fastos culturales. Pero no me negarán que si hay una fecha central en nuestra historia, un epicentro de la vividura hispana y bisagra de la trayectoria milenaria del país, esa es el año 711, justo ahora hace mil y trescientos. Aunque ya apenas se estudie la crónica de la historia que tanta utilidad tiene para cuestionar su propia interpretación, todo el mundo sabe que en aquella fecha una tropa de bereberes y norteafricanos (no árabes, por favor) cruzó el estrecho a partir de entonces llamado de Yebel Tarik y culminó de manera inesperada un episodio de la guerra civil hispanovisigoda que acabó con la traición del conde don Julián, y con los partidarios de los hijos de Witiza y los del rey Rodrigo despojados del poder en el que habían sucedido a Roma. Se iniciaban así ocho siglos de Islam peninsular que caracterizaron a España y Portugal de forma diferente al resto de Europa, ya que el avance islámico fue al punto detenido en Poitiers. Y comenzó también poco después, en la corte asturiana, una interpretación propagandística y sesgada de estos hechos y épocas, llamada "reconquista", que siglos después sigue generando una historiografía tan torticera y partidista como si formara parte del Diccionario biográfico español, sección franquista. Porque, quinientos años después, los musulmanes siguen "invadiendo" la península, mientras los romanos -¿europeos?-, la habían conquistado (con sus encantos militares, se supone, desplegados durante doscientos años). Y persistimos en denominar expulsión o simplemente musulmanes a quienes eran hispanos de religión distinta, como si fuésemos un alcalde de Badalona cualquiera. Renegamos de esa parte de la historia como si ochocientos años equivalieran a la ocupación napoleónica.

Nuestro idioma, el más henchido de términos árabes, nuestro arte, atizado por un hálito mudéjar, nuestra literatura, ajarchada y mixtificada desde su origen, nuestro espíritu mestizo al que hubimos de renunciar, para acabar cercenando una parte, y no la peor, de nosotros mismos... todo conduce inexorablemente a esa fecha cristalina y tremenda, eje de la idiosincrasia de esta tierra, como durante años debatieran Américo Castro y Sánchez-Albornoz y después no hayan dejado de hacerlo tantos otros, en muy diferentes versiones, con muy distintos rigores, tiñendo la historia de presente, pues es sabido que cada época tiene la suya.

Quizás volvemos a necesitar hoy día una lectura nueva de la historia, que dé cabida a cuanto nos debe volver a unir a los musulmanes, a quienes unas veces despreciamos, cuando emigran empujados por el hambre y los padecimientos, y otras alabamos, cuando esa misma desesperación les hace levantarse contra la tiranía de sus gobiernos. Una interpretación que convierta aquellas ignominias y las lecturas que las han justificado y amparado en agua pasada y permita entender la personalidad de este país con toda la dureza de sus errores y las lecciones derivadas de ellos, en términos de concordia y apertura a la integración, a la "invasión" de voluntades desarmadas y afines. Tal vez necesitaríamos acordarnos de  aquella fecha tan crucial. Tal vez.

Hace trece siglos -¿será el mal fario del número?- en número bien rotundo, que sucedió el acontecimiento más decisivo, original y perdurable de nuestra historia como país, pero muy poquito se habla de ello, pese a nuestra obsesiva tendencia a mirar la historia con ojos de redondeo. Tal vez el año próximo, eso sí, alguien pretenda conmemorar el octavo centenario de la "gloriosa" batalla de las Navas de Tolosa.

Luis Grau Lobo

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(Publicado en El Mundo de León, el 12/6/2011)

 

Aparte del cerebro, si algo distingue a nuestra especie es el rostro con que la evolución nos ha permitido exteriorizar u ocultar nuestras emociones y pensamientos y, al fin, nos hace humanos a primera vista. Tal vez por eso la captura de las facciones entendidas como conjetura del alma ha sido tema imperecedero de la historia del arte, superando las mudanzas de estilos y procedimientos artísticos con el aplomo de las cosas necesarias. Desde los mármoles blanquísimos sometidos para trazar del ceño de los patricios romanos a los primeros planos cinematográficos de las rutilantes estrellas de Hollywood, pasando por el asombro de Inocencio X ante la paleta implacable de Velázquez, o la paradójica y universal vocación de inmortalidad de la instantánea fotográfica.

Y quizás por eso nuestro panorama cultural, expositivo en concreto, se anima estos días gracias al retrato. Y anda seducido por una visita italiana afincada en Cracovia, La dama del armiño, pieza estelar de las colecciones polacas que se exhiben en el Palacio Real de Madrid hasta el 4 de septiembre. Este pequeño alarde magistral de Leonardo se regocija en el aire ausente y equívocamente candoroso de la amante del condottiero Ludovico Sforza, que acaricia con mano grácil y estilizada el animal alegórico de su nombre y de su casta. Sin la notoriedad mística y desproporcionada de la Gioconda, esta pieza convierte al espectador en mero devoto de la belleza y elegancia de la modelo, inaccesible y casi irreal, como una santa descendida a la corte milanesa de hace quinientos años. Está pintada para ser admirada. Eternamente.

Sin embargo, frente al metafísico distanciamiento de Cecilia Gallerani, también en Madrid se tiene la oportunidad de contemplar estos días otros retratos que merecen la misma consideración de obras maestras, aunque el espíritu que los anime sea de muy distinta condición. Las trece efigies mortuorias de El Fayum que muestra hasta el 24 de julio el Museo arqueológico nacional en relación con las propuestas de PhotoEspaña también dedicadas al retrato, suponen el inicio de un género y, de cierta manera, su culminación. Estas pinturas que los egipcios ya bajo dominio romano en los primeros siglos de nuestra Era plasmaron en los frentes de los sarcófagos de sus momias en este oasis nilótico resumen una larga tradición creativa que fusiona el realismo romano y la querencia egipcia hacia lo fúnebre. Son rostros frontales, directos, sin resquicio para una apostura que ya no tendría sentido. Lanzan al abismo de los tiempos, una "llamada muda", en expresión de J.-C. Bailly, que nadie es capaz de contestar, pues han sido concebidos para interpelarnos sin palabras, para revelarnos cómo somos mediante ese relámpago común y privativo en que se deshilacha nuestra mortalidad. Aún hoy, ciertas lápidas de algunos cementerios conservan la costumbre de incluir una fotografía del difunto, pero hace ya dos mil años que los antiguos retratos de El Fayum exploraron el lado de ese espejo donde, al fin, no tenemos más remedio que mirarnos. Un pretérito palpitante que nos habla del poder del arte para convocar un halo de presencias propias, una mirada que no dice nada del retratado, sino de quienes observamos el retrato.

Porque en este facebook de épocas pasadas, la imagen de aquella cortesana del Renacimiento nos embelesa con un ideal, el de cómo querríamos haber sido, pues en ella reconocemos a alguien que nunca pudo existir. Nada nos debe o nos atañe de ella. Sin embargo, los retratos de El Fayum nos sobrecogen porque nos descubren cómo somos y nos exhortan a responder por aquello que hicimos mientras tuvimos esa oportunidad, por aquello que configurará nuestros rasgos más allá del tiempo. Y nos retratan a nosotros mismos.

 Luis Grau Lobo

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