Dies irae

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(Publicado en El Mundo de León el 6 de febrero de 2011)

Hablaba de momias la vez pasada, pero no mencioné a los dirigentes que más se ajustan a esta definición. Esos a los que jóvenes airados y ciudadanos largo tiempo amordazados zarandean en aquellos países norteafricanos donde las tapas de algunos sarcófagos se han abierto y se ventilan al fin. Una región que se mueve a empellones revolucionarios ante el estupor y la parálisis de Occidente.

Recuerdo bien finales del año 1987 en Túnez. El golpe de estado que acabó con el viejo líder independentista Burguiba, instalando en el poder a su delfín Ben Alí, fue un apacible acto de confinamiento de aquél en el palacio cartaginés que se encontraba a pocos metros de donde unos amigos hacíamos turismo. No nos enteramos de nada, porque quizás los derrocamientos se notan si existe algún efecto en el país, y éste no lo tuvo. Fue un simple cerrojazo y la perpetuación de un statu quo: otro perro para el mismo collar. Occidente calló. Recuerdo también cómo, hace una docena de años, un guía oficial egipcio intentaba convencernos a un grupo de españoles de lo homologable de su democracia respecto a los países europeos. Algo así, pensaba entonces y ahora, es lo que nos sucede respecto a estos regímenes autoritarios: los consideramos aceptables mientras sirven a nuestros intereses ocasionales de veraneantes. Mientras nos ofrecen el espectáculo de un país exótico, milenario y henchido de esas antigüedades y tipismos que tanto excitan la mente del europeo medio, mientras destilan ese petróleo que ingerimos en gigantescas dosis y no se rebelan como fantasmagóricos nidos de integrismo, mientras nos regalan un lugar de excursión seguro, vigilado y dócil estos países son ejemplos de colaboración y suponen un aliado fiable y preferente. Pero cuando sale a la luz toda la miseria que ocultan sus políticas despóticas y el pueblo dice basta, miramos a otra parte o, como le ha pasado al presidente francés, nos llevamos las manos a la cabeza por miopía o por la revelación pública de nuestra interesada máscara.

Las palabras nos delatan. Ben Alí fue un decoroso jefe de gobierno hasta que la calle comenzó a denominarlo por su nombre y, sólo después de su caída, nuestra prensa comenzó a calificarle con precisión: dictador. Hasta hace unas semanas se hablaba del presidente Mubarak, mientras que algunos informativos empiezan ya a llamarle tirano. ¿Y ahora qué? Calientan motores Yemen, Argelia o Jordania. Y está Gadafi, espantajo de sí mismo, convertido en una caricatura involuntaria de Michael Jackson, o el monarca marroquí, que perpetúa el absolutismo de su padre y mantiene rehén a una nación ocupada.... La lista es larga.

Agencias de la ONU han calcado que los gobernantes corruptos mantienen en cuentas opacas cerca de treinta mil millones de euros. Pero ese no es el problema. Ni tampoco que muchos de ellos "ganaran" las elecciones con más del 90 % de los sufragios en sus simulacros de democracia. El quid de la cuestión reside en una generación que ya no tolera más engaños y que ha tomado las riendas de su propio mayo del 68, hijo en esta ocasión de la miseria y la opresión, exigiendo un cambio copernicano en países que se han quedado en la cuneta para solaz de una jerarquía fósil y carterista, propia y foránea. De aquí llegan los vientos más frescos que han barrido el mundo desde la caída del muro de Berlín, usando, además, medios tecnológicos que los occidentales utilizamos como pasatiempo. Allí donde se inventó una forma de civilización que aún atesoramos, la tierra se mueve de nuevo como quizás no se movía desde tiempos del profeta Mahoma. Y nada en el Corán ha de obstaculizar que así sea, como nada en la Biblia impide a los católicos ser demócratas, luchar por la justicia y el derecho a una vida digna y libre.

Pero es preciso actuar y hablar claro. Empezar a entendernos con el mismo lenguaje que utilizamos en casa. Sin temer una crisis energética o una escalada de radicalismo que sí provocaríamos si, abandonados a su suerte, quienes se alzan contra estos regímenes recibieran como respuesta más represión, más muertes, más violencia. Escribo esto sin saber qué ha sucedido en la gran manifestación del viernes, confiando en que la plaza cairota de Tahrir no sea otro Tiananmen. Porque este Oriente, además, no es el Oriente Medio que llaman los norteamericanos, es nuestro próximo Oriente. Muy próximo.

 

Luis Grau Lobo

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