Guerras de los antepasados

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(Publicado en El Mundo de León, el 3/4/2011).

 

No a la guerra. Por supuesto, sería insensato no suscribir esta afirmación. Y más cuando la guerra no conserva (si alguna vez lo tuvo) nada de aquel halo romántico que inflamaba retóricas facilonas y almas arrojadas y acabó por liquidarse en 1939 cuando los jinetes polacos embistieron inútilmente a los tanques de la Wehrmacht para inmolarse por una honra absurda. Pero la guerra existe y, por supuesto, las hay evitables y las hay forzadas, como sucede con todo acto. Y su oportunidad, proceso y consecuencias deben juzgarse con los patrones de nuestro modelo de comportamiento histórico y social, con aquello a lo que nos decimos dispuestos a aspirar.

Hace no tanto, a escala histórica, en 1936, en 1939, o en 1945, muchos españoles y los partidos progresistas en especial clamaron por una intervención militar de los gobiernos occidentales que restaurara la legalidad democrática ante el acoso y triunfo de un golpe militar dictatorial y sangriento. Los líderes políticos de los partidos republicanos instaron a las potencias europeas para que apoyaran su causa durante la guerra civil, ante la indigna neutralidad e incluso animadversión de los timoratos y torpes gobiernos británico y francés. Rusia, Alemania e Italia sí intervinieron, pero para favorecer intereses estratégicos que nada tenían que ver con los de esa democracia amenazada, pues ellas no lo eran. Más tarde, muchos republicanos, en especial los que habían luchado junto a los franceses y habían liberado París con carros de combate bautizados con nombres españoles, creyeron que la ofensiva aliada se prolongaría a este lado de los Pirineos, pues en su ingenuidad cargaban con el convencimiento de que esa guerra mundial era aún un combate contra el fascismo, cuando se había convertido ya en una partida de ajedrez entre los bloques divididos en el callejero de Berlín. Aún así, hubo quien esperó ver en el cielo los tanques y aviones americanos hasta que Eisenhower vino a palmear las espaldas de Franco, los aviones llegaron pero a hospedarse en sus bases y a todos se les quedó cara de Bienvenido Mister Marshall aspirando el polvo de la cuneta de la historia.

De aquel ejemplo, tan cercano y tan nuestro, sin embargo pocos se acuerdan, salvo para pelearse en tertulias flamígeras. Pero es que hoy, en 2011, España se llama Libia. Allí hay un dictador que masacra a su pueblo con un ejército en gran medida mercenario ¿les suena? Y sí, claro, ya sé que los gobiernos occidentales le han armado, le han mantenido, le han dispensado trato de favor por petróleo, que además el mundo musulmán debe recelar, pues entramos en Irak hace no mucho con falsedades y mucha cara, sin mandato de la ONU, y que seguimos pensando sólo en los negocios y poco en este patio trasero que creemos es el resto del mundo para los países ricos... Todos esos reparos son ciertos, pero no es menos cierto que era obligado hacer algo. Y, en este sentido, si la intervención en Irak podría verse como la última de una serie de injerencias coloniales, la de Libia debiera ser la oportunidad para inaugurar una nueva forma de hacer política internacional en un mundo globalizado que no ha de consentir situaciones de agresión a población civil por parte de tiranías. Se ha intervenido tarde, sí, pero tal vez no sea tarde para empezar a comportarse de otra forma, pues contamos con una experiencia de tres cuartos de siglo. Y la situación del mundo árabe reclama un decidido apoyo de la comunidad internacional para que sus revoluciones, en algo similares a las que recorrieron Europa en el siglo XIX, alcancen limpia y rápidamente un estatuto homologable con la Declaración internacional de derechos humanos, que de eso, al fin, es de lo que se trata y ese es el modelo al que aludía al principio.

Eso sí, lo que no llego entender es por qué algunos partidos de izquierda siguen cuestionando empecinadamente esta intervención, salvo que hayan perdido la memoria (histórica y personal) o la conexión con la realidad.

 

Luis Grau Lobo

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