(Publicado en El Mundo de León, el 20/3/2011)
Hay veces que el presente está dominado por un único y absorbente acontecimiento. Que pese a la gravedad o importancia de otros focos de la actualidad, existe uno que sobrepasa cualquier escala o mesura y se inocula en nuestro pensamiento con la obsesiva exactitud de una herida dolorosa que neutralizara toda otra sensación. Por eso no queda más remedio que hablar de Japón.
Un país admirable. Para el profano, y supongo que más para el entendido, la historia de Japón sorprende siempre. Un archipiélago no demasiado extenso, situado en una de las regiones más proclives del mundo al riesgo sísmico, muy densamente poblado y sin apenas recursos naturales, vecino de algunos de los imperios y potencias más poderosos de la tierra, como China y el extremo oriental de Rusia. Y, sin embargo, una referencia económica y política milenaria, semillero de civilización, nicho de una de las culturas más fascinantes y sofisticadas de
Y ahora se enfrentan a una amenaza aún más siniestra, la de la corrupción nuclear incontrolada. Y ni siquiera el gobierno nipón ha sabido qué hacer, qué decir y qué callar, qué medidas tomar ante la insuficiencia de toda especulación sobre lo que sucedía en el emplazamiento mefítico al que sólo un puñado de kamikazes es capaz de acceder... para regarlo con agua. Al menos el maremoto era algo que nadie podía evitar, una catástrofe natural. Y aunque su magnitud haya desbordado toda precaución, es un precio que la humanidad sabe que debe pagar por vivir en determinadas regiones, pues cada una tiene el suyo. Y sin embargo hay quien está diciendo que los antinucleares aprovechan lo que ha sucedido para volver con más ahínco a cuestionar esta energía tan ingobernable, pero ¿cómo no hacerlo? ¿no es, además de lógico, necesario? En Alemania (el japón europeo) ya han reaccionado con prontitud y, aunque en plena campaña electoral, empiezan a tomar decisiones. Aquí nos limitamos a constatar que no es esta tierra de temblores, como si esa fuera la única contingencia que sobrevuela tan nociva forma de obtener calor. Ha pasado un cuarto de siglo desde Chenobyl y daba la impresión de que esa distancia, la de una generación, había bastado para olvidar las terribles hipotecas de lo nuclear y sus consecuencias más catastróficas, crecidos como estaban sus partidarios merced a la oportunidad que ofrecía la actual crisis y sus apuros energéticos para vindicar una industria sin ataduras foráneas. Ellos sí tenían derecho a poner a caldo a los que, con dejes de desprecio, denominan en ocasiones "ecologistas" como si eso fuera un oprobio. Pero no es este un asunto de "ecología" en el sentido que ellos dan a esta expresión, sino de subsistencia, de seguridad, incluso de economía. De ecología, claro, en el sentido en que consiste en garantizar un hogar habitable y saludable para la especie.
Fukushima, como antes Chenobyl o Pennsylvania, demuestran (por si falta hiciera) que no debemos seguir este camino, que lo nuclear debe ser desterrado de las opciones que tenemos para lograr energía, y debe hacerse de una manera más inmediata que otras, también nocivas, pero no tan directamente intolerables. Que el debate nuclear no es tal, sino un error de principios. Que los japoneses, como todos los demás, habrán de reinventarse sin esa lacra. Y que, si después de Fukushima, quedan desvergonzados partidarios de la energía nuclear, no cabe menos que decirles, con sinceridad: guarden silencio. Durante mucho, mucho tiempo.
Luis Grau Lobo