(Publicado en El Mundo de León el 19/12/2010)
El universo de la actualidad mediática y el de la política, tal para cual, anda enfangado estos días por las fugas de información reservada protagonizadas por wikileaks, que prosiguen, pese al sospechoso encausamiento de su fundador, Julian Assange, por un supuesto delito sexual. Delito que, claro, no debe tener nada que ver con lo pornográfico de sus revelaciones.
Sin embargo, la jugosa e instructiva lectura de secretillos y mentideros que no conocíamos no provoca demasiados estupores, y la mayoría de los mortales apenas encontramos en esas filtraciones sino la confirmación de nuestras sospechas más pedestres, algo así como si el papel de periódico fuera, al fin, transparente y al otro lado, más allá de las declaraciones formularias y los circunloquios enfáticos y huecos de los focos públicos, viéramos al fin ese puñado de la realidad que siempre barruntábamos entre líneas. Y lo que ya imaginábamos se confirma: nuestros líderes son gente común y corriente, muy común y muy corriente, que se comporta en demasiadas ocasiones como si el gobierno del mundo fuera una suerte de Salsa rosa a escala planetaria. Como un patio de vecinos en el que, con demasiada frecuencia, se nota que el reglamento de la comunidad no se lo ha leído nadie.
Antiguamente el poder era impenetrable. La figura del poderoso se acompañaba de un aura de intangibilidad, bajo la alargada sombra de los dioses, entre los cuales a menudo quería contarse a césares, reyes y emperadores pese a que alguien les recordara al oído que seguían siendo humanos. La púrpura de la soberanía era antaño sagrada o el ápice de una pirámide social de cimientos geológicos sobre los que el líder adquiría una apostura legendaria, armada con los tópicos de los héroes para sancionar su predominio, su privilegio. Lo que de esa condición pervive explica que siga chocándonos o nos atraiga saber sobre sus flaquezas y defectos tanto como idealizar su perspicacia o su sentido de
Cuando aquella forma de poder fue fosilizada, la lenta y difícil travesía hacia la democracia burguesa se basó en el supuesto de que la participación de los ciudadanos en el gobierno favorecería el ascenso al poder de los más capaces de entre ellos, de los más preparados, que, convocados por el colectivo ciudadano, manejarían el timón hacia una prosperidad para todos y cuya encomienda tenía fecha de prescripción periódica, de cuatro años en lo más común. Hace tiempo que este sistema, el menos malo de los conocidos, reveló sus limitaciones y hoy nadie espera de los políticos más que un poco de sensatez y un mucho de honestidad, que no cedan a las ambiciones de su facción lo que es de todos. Somos conscientes de que en los puestos electos y en sus camarillas no trabajan los más aptos, sino muchas veces los que más han aguantado las miserias del que manda, los que cuentan con un intestino preparado para digerir las podredumbres del poder. Despojado de su prestigio, nuevos y antiguos poderes anónimos desafían a los poderosos con rostro, aunque no se atrevan a dar la cara y se encubran tras la máscara de Guy Fawkes o la firma de una agencia de calificación financiera. También pensamos que los líderes de antaño fueron más inteligentes, más capaces en comparación con los que tenemos, o que el político triunfador se beneficia de su supuesto carisma, cuando en realidad ese carisma es precisamente el resultado de tal triunfo, victoria que a menudo tiene poco que ver con los méritos del elegido. Por eso las revelaciones de wikileaks fundamentalmente devuelven a la política y al poderoso una imagen que intentan ocultar. Es el Traje nuevo del emperador que, ahora, por fin, todos podemos admitir que vemos.
Luis Grau Lobo
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