Plantados en la calle

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(Publicado en El Mundo de León, el 24 de octubre de 2010.)

 

Aparecen de improviso con esa tozudez de nuestros munícipes en abarrotar las nuevas zonas peatonales con bibelots inservibles que son la suprema demostración del corazón zafio y vanidoso de nuevo rico que exhiben nuestras ciudades. Esculturas de bronce que pasan a ser impávidos figurantes de espacios henchidos de su propia y vasta insignificancia frente a monumentos que los miran con la condescendencia de quien mira a un cretino. Papeleras, bancos, farolas, anuncios, floreros y mil y un cacharritos tan lejos de su supuesta funcionalidad como presuntuoso sea su diseñador. Mobiliario urbano le dicen a este catálogo de menudencias sembradas sin tino, dignas de cualquier coleccionismo de kiosco. Y ahora, macetas gigantes. Las habrán visto, en los lugares más especiales de la ciudad, frente a sus monumentos más famosos, con una presencia terminante y absurda. Pero, como todas las cosas que nos rodean, que escogemos o guardamos, revelan mucho sobre nosotros. Y más en este caso, tan explícitamente ostentoso.

Para empezar, el tamaño. Su desproporción cambia la escala de las cosas, e introduciendo en las plazas y encrucijadas unas dimensiones tan extravagantes, hacen de lo que hay en derredor algo más pequeño. Por si fuera poca la sensación de ciudad no demasiado grande, en unas plazas y callejas cuyo encanto reside, precisamente, en su falta de pretensiones, frente a una catedral que es una versión miniaturizada y hermosa de sus hermanas francesas, León empequeñece. Quizás haya una interpretación freudiana también, sobre la idea del tamaño, pero no abundaré en ello, que estamos en horario infantil.  Además, son un remedo banal de las gigantescas esculturas pop de Claes Oldenburg, repartidas por los parques de medio mundo, que elevan a la categoría monumental objetos cotidianos sacados de contexto. Pero no es el caso, pues con estos floreros el contexto no se violenta, se deshonra. Su nombre, para mayor abundamiento, revela, tal vez involuntario, ese designio: modelo "Gulliver" se llaman. Pero el Viaje de Gulliver a Brobdingnag, donde todo es mucho mayor que él, denuncia que lo grande es, muchas veces, lo más simple.

 

Por otro lado, el color: rojo, para resaltar, para llamar aún más la atención en un entorno que sólo exige discreción a quien es capaz de entenderlo. Y el material, con aspecto de plástico, también una cita de arte pop que aquí se traduce, simplonamente, en una maceta del todo a cien.

Y finalmente, la función. Aúpan estos monstruosos tiestos arbolitos sentenciados, una suerte de naturaleza arrancada y atónita, convertida en fetiche de sí misma, en recuerdo fosilizado e inútil, en una ausencia. Al tiempo que se talan los últimos árboles añosos del casco viejo en el parque del Cid junto a la muralla, elevamos a la categoría de jardinería urbana su caricatura.

Y a todo esto se añade el riego clandestino y estrambótico de los geranios de la calle más galana del centro, que tampoco es vecinal o voluntario, popular, sino oficial y con máquina, con una plataforma elevadora que a las ocho de la mañana vaga por las calles vacías para alzar hasta las terrazas más altas a un operario con una regadera. El acto reservado del cultivo floral ornamental se torna así aparatoso y ordinario. He aquí un concepto de ciudad particularmente escenográfico y ajeno: destinado al turista, al visitante ocasional. Una ciudad de fachadas, sin tripas, musealizada en la peor acepción de este término, destino último de los cascos históricos, temáticos o "customizados" por ciudad, por zona, bar a bar.... Mientras tanto, las periferias se homogeneizan por abajo, en los límites de la urbanidad. Son lugares donde no hay macetas ni flores, salvo que las saque a su balcón algún vecino.

Pero no importa, junto a tanto desperdicio ahora van a colocar unas moscas. Eso sí, gigantes.

 

Luis Grau Lobo

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