(Publicado en El Mundo de León, el 12 de septiembre de 2010)
No sé si por moda, tedio o falta de novedades, en nuestros días tenemos a bien retroceder en el tiempo, retornar a debates agostados. Así que sólo faltaba emplazar a Dios. En particular en asuntos que ya no se consideraban de su competencia. La trifulca mediática teológica se ha montado esta vez a propósito del reciente libro de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, "The Grand Design", posiblemente por la condición de estrella de la divulgación científica del primero de ellos, sobre todo tras el fallecimiento de otro ateo más curtido, Carl Sagan. En esas páginas, lógicamente, no se dice que Dios no exista. La ciencia no se dedica a probar tales entelequias, y, además, ponerse a demostrar que algo no existe se antoja chocante. No, lo que se afirma es que Dios no es necesario para explicar el estatuto de la realidad, el universo y su origen, rebatiendo así una suerte de neo-teísmo defendido por quienes opinan que la ciencia ha efectuado un largo viaje hasta volver a necesitar un deus ex machina que explique cómo -y, de paso, por qué- comenzó todo. En definitiva, si la hipótesis de Dios es necesaria o sólo arbitraria, en palabras de Laplace a Napoleón. La mayoría de los científicos zanja la cuestión con un "eso es una cuestión personal que no atañe a la ciencia", pero quizás haya más que añadir aparte de esta salida de servicio.
Si la conjetura de Dios no fuera materia de ciencia, no se entrometería a revelar o sostener una explicación final o finalista del mundo cuyo desarrollo se basa en pruebas. Lo es si se convierte en la desembocadura, en apariencia lógica, de una argumentación racional. Cosa diferente es la religión, que en efecto incumbe al ámbito privado, en relación con los distintos credos y liturgias, con las variadas formas que adopta el culto a un ser o seres superiores. Formas, como es sabido, en difícil cohabitación a causa de los intereses que las subyacen. Pero aquel Dios, más allá de su perfil cultual y cultural, reciba el nombre que sea, sí es cosa de ciencia, pues a ella atañe y con ella se quiere ahora revitalizar, otorgarle un remozado ministerio.
Por un lado, no es cuestión menor que ya no se trate de un Dios que castiga a los malos y premia a los buenos, como solía. Hawking tiene una enfermedad degenerativa que le confina desde hace décadas a una silla de ruedas; Mlodinow es familiar de supervivientes de Buchenwald. Poca justicia revelan tales circunstancias biográficas y la lista de este tipo de evidencias se antoja interminable. Si hay un Dios justo, sus pronunciamientos ni responden a entendimiento humano ni son asequibles; su juicio, de existir, concerniría a otra realidad que trasciende la que habitamos. Luego no interesa al caso.
Tampoco merecen demasiado crédito quienes se paran a defender que Dios fue causa primera, creador en sentido estricto para el universo tal y como lo conocemos. El que detonó el big bang y tal. O sea el motor inmóvil que interpretó Tomás de Aquino a partir de Aristóteles. Es en esta llaga donde Hawking y Mlodinow ponen el dedo. Porque, aparte sus autorizadas objeciones, se trata en este caso sobre todo de una elección subjetiva, como aquellas que en
Entonces, si ya no se le necesita para sentenciar ni tampoco para crear, ¿para qué? La respuesta parece ser la misma que planea sobre la angustia del hombre (origen de toda religión) desde el principio de los tiempos, que en esto no hemos cambiado mucho: la exigencia íntima de encontrar algo necesario, imprescindible y eterno en un océano de contingencias. Algo así sucede respecto a la idea de un alma inmortal. Este es el territorio de las creencias, no el de las certidumbres. Pero respecto al resto, al César lo suyo. Si Dios juega a los dados, su lance responde a una partida de reglas ignotas. Si la divinidad, de estar o esperarla, es incomprensible, tal vez indiferente, ¿qué necesidad hay de involucrarla en la ciencia? ¿A qué contribuye?
Luis Grau Lobo
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