Publicado en El Mundo de León, el 18 de julio de 2010.
El balón lo era todo. Su poder de atracción superaba cualquier otro juego, se imponía a cualquier otra cosa que tuviéramos o que pudiéramos hacer. Alrededor de él giraba nuestro tiempo, que se medía antes y después del partido. Al principio pateábamos la pelota con un ímpetu entusiasta y desquiciado, pero al poco descubrimos como una revelación que era posible tocarla con partes del pie que no eran
Jugábamos en terrenos enlodados hasta la ciénaga o en pedregales secos como una piedra seca, en los que apenas se veían las líneas, si las había. La lluvia nos empapaba tanto que los calzones se nos caían a cada carrera, y el barro se pegaba de tal manera a las camisetas y los rostros que al final del partido no sabíamos quién era de nuestro equipo y, si llovía mucho, tampoco dónde estaba la portería de cada cual. Los partidos se acababan cuando se iba el dueño del balón o cuando se iba el sol. Muchas veces se colocaba una única portería con los abrigos o las mochilas como postes y entonces se iniciaban turbias discusiones sobre la altura a la que se concedía gol, si a la que llegaba el guardameta o a otro travesaño que nadie podía ver. Estos encuentros, que llamábamos "marianetes", solían derivar en un correcalles tumultuoso en el que la pelota circulaba libérrima por una cancha sin límites que llegaba donde nuestro aliento de corredores sin fatiga. Y se podía marcar gol a ambos lados de la portería, con tal de que el portero se volviera, o hacerlo nada más sacar, que el portero no iba con nadie aunque iba con todos...
Después nos federamos. Y vestimos camisetas iguales, aunque algunas nos llegaban por las rodillas y nos molestaban al correr, aunque algunas, de tan descoloridas por haber servido a muchos equipos, apenas se emparejaban con las nuevas. Y estrenamos botas de tacos con las que nos resbalábamos por las escaleras del vestuario, nos retorcíamos los tobillos en los baches del campo y nos marcábamos las espinillas cada sábado, pero fueron el único calzado que limpiábamos nosotros mismos. Incluso fumábamos a escondidas, asomando la cabeza por el ventanuco de los vestuarios, sin remordimientos de conciencia porque alguien había dicho que el propio Cruyff hacía lo mismo.
Los más esmirriados nos reventábamos a correr la banda sin balón, antes de que existieran los "carrileros", y si nos tocaba tirar un penalti tomábamos una carrerilla enorme y nos empotrábamos contra el balón sin saber muy bien adónde lo habíamos mandado con todo nuestro ímpetu, que muchas veces no era suficiente para evitar que el portero lo atrapase sin esfuerzo, con una mueca de sorna. A veces nos enfrentábamos con equipos de jugadores corpulentos, de piernas hercúleas y peludas, que se suponía eran de la misma categoría aunque parecían haber nacido en el siglo anterior. En cada encontronazo nos íbamos al suelo varios metros más allá, pero, a veces, un caño o un regate glorioso impedían que el abultado marcador en nuestra contra fuera demasiado bochornoso. Y los que estaban (o estábamos) en el banquillo felicitábamos a los titulares, pero jamás les echábamos nada en cara. O sí. Y los lunes nos reuníamos con el entrenador en un ritual con dos versiones: su cabreo pedagógico para los encuentros perdidos o un beneplácito fugaz y nada complaciente en caso de victoria. Casi nunca empatábamos. Nunca ganamos la liga.
Todo esto, y tantísimo más, emergió para estallar como un cohete majestuoso y memorable, el pasado domingo hacia las once de la noche, con el gol de ese chaval tan normal que juega como los dioses en un equipo que, por una vez, era el nuestro y lo ganaba todo. Gracias.
Luis Grau Lobo
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