(Publicado en El Mundo de León, el 20 de junio de 2010)
En un principio existía el hombre, no los hombres. Los primeros rostros que conservamos no pertenecen a nadie en realidad aunque, de cierta manera, representen a muchos. Son la imagen de una idea, de una categoría casi siempre vinculada al poder, político y religioso, que entonces era el mismo. Los faraones egipcios en su hieratismo de caliza o los basaltos oscuros de los gobernantes mesopotámicos petrificaban una condición inmortal que apenas tenía que ver con los rasgos propios de una cara concreta. Eran retratos concebidos como la expresión inmutable y canónica de una efigie, situada más allá de la fama de un nombre propio o de las cicatrices que el propio tiempo -que también pinta, como dijo Goya- dejaría después en ella para hacerla más humana, como el ojo tuerto de la Nefertiti berlinesa. Y cuando alguien osaba salirse de la norma, a su muerte las aguas volvían al cauce con prontitud, y el nombre del díscolo era sepultado bajo el estigma de la herejía, tal fue el caso de Akhenatón.
En Grecia pocos retratos se conservan que no reflejen con timidez facciones que nunca existieron, tamizadas por las creencias en un ideal que iba más allá de las apariencias. Pero Roma abrió, como en tantas cosas, el camino del retrato entendido a la manera de una representación fisonómica, un parecido veraz en el que se acrisolaban las ambiciones de eternidad carnal de un prócer y la pericia técnica de los escultores que no podían superar aquel ideal griego y, por ello, emprendieron otro camino. El rostro había comenzado a ser entendido como la encarnación del espíritu del individuo, "el espejo del alma", se dirá. Esa senda se extravió durante
En el mundo contemporáneo, al igual que la perpetuación del rostro el rostro mismo de una persona, único e intransferible, se ha convertido al fin en la imagen de esa persona, para hacerle honor o para traicionarla. El hombre, todos los seres humanos, comenzaban a tener rostro, a contar con un primer plano ante el que reconocerse y conocerse.
Desde mucho antes, también, ocultar el propio rostro ha sido síntoma de una condición ignominiosa, de exclusión de la sociedad, de quien se siente repelido por ella, quien se ha descartado por su voluntad o quien debe protegerse de una amenaza. Taparse la cara es no dar la cara, sentir una vergüenza impropia por uno mismo o que alguien la sienta hacia ti, quizás por lo que tus rasgos denuncian de él.
Por todo esto y más, creo que la posesión del propio rostro, con todas sus consecuencias, ha sido, y por desgracia vuelve a ser, la crónica de la conquista de un derecho. Y retorna, porque aún hay a quien se le niega ese derecho. Que se defiendan el burka y otras manifestaciones de reclusión individual escudándose en una supuesta identidad o práctica cultural es como si hiciéramos lo mismo con otras formas de opresión del pasado, por fortuna desterradas de la generosa concepción de la tolerancia occidental. No cabe confundir el respeto a la diferencia con la indiferencia ante la falta de respeto. Como en otros asuntos, aquí la tolerancia es una derrota de la lucha por nuestras libertades, esas que podemos ofrecer a quienes vienen a vivir con nosotros. Que tal vez vengan también por ese motivo. Bienvenidos sean, que queremos ver su cara para conocerles mejor.
Luis Grau Lobo