(Publicado en El Mundo de León el 9 de mayo de 2010)
Como sucede en "La tempestad", la primera vez entramos como quien arriba a una playa desconocida, sin saber si será remota y virgen o estará invadida de bloques, turismos y discotecas; si será Ushuaia o Benidorm.
Pero pronto nos percatamos de que aquel es un lugar acogedor, bien hecho, a la medida de lo que buscamos. Nos encontramos a gusto. No hay mucho espacio de maniobra, pero los libros se agrupan en la inevitable mesa de novedades con un orden razonable, modesto y sin las ínfulas de lo nuevo demasiado venteadas. También hay algunas torres de bandera editorial, pero no muchas, y las estanterías del frente deparan algunas rarezas (casi todo aquello que no es un best seller acaba por parecerlo) y, sobre, todo, una sensación de criterio pese a las forzosas concesiones a la supervivencia mercantil. Al fondo, como un sancta sanctorum prosaico, se alza un recoveco en el que se imponen órdenes superiores. Primero el de los géneros clásicos, narrativa, teatro, poesía; el de las lenguas (que no el de los países)... Y después, el supremo orden: el alfabético, en el que cada autor es tratado inmisericordemente, y donde uno topa con fértiles asociaciones: dos Pérez, Galdós y Reverte, a veces incluso coinciden, lomo contra lomo, con sus "trafalgares"; o contrastes delirantes y borgianos, como el de Beckett y Bécquer, los Roth o Dos Passos y Dostoievski, entre muchos azares jubilosos.
A veces miramos a nuestros vecinos de estante huraños o afables, según hayamos encontrado algo que ellos seguramente no buscan pero que, en secreto, desearíamos haberles arrebatado. Otras veces, dejamos sobre la estantería un par de libros (algunos dejan una pila, como para levantar envidias) pero los vigilamos con el rabillo del ojo para poder decir "perdona pero son míos", aunque en derecho aún no lo sean, pero aquí no rigen las normas de las tiendas de saldos y, en un momento, puede incluso despertarse una conversación bajo la sensación de triunfo que da el haber llegado antes a un ejemplar único.
En ocasiones llegamos a tiro fijo, con la mirada centrada en el lugar en que esperamos esté lo que vamos buscando, porque sabemos qué queremos. Pero son más gratas las veces que entramos como quien ojea, a la espera de que surja la pieza del cobijo más inesperado. Y nos vamos con frecuencia sin lograr trofeo pero contentos de una jornada cinegética que sabemos se repetirá con otro final, pues tenemos el terreno rastreado.
Entramos de vez en cuando como quien va al médico, a uno de esos médicos antiguos, y entabla conversación con él acerca de los males en general. Consultamos al librero al entrar o tras cobrar un ejemplar de dudosa prestancia, o compartimos con él acerados comentarios sobre libros y autores, coloquios que derivan a cualquier puerto. Otras veces simplemente una mirada nos advierte de que alguno de los dos, o ambos, no estamos para charlas y este rato entre libros ha de ser el antídoto solitario de un mal día, preludio de un placer que hoy no nos apetece compartir. Hay quien, en el colmo de la petulancia, les llama "mi librero" con la fruición decimonónica que se utilizaba para decir mi sastre, mi sombrerero, mi peluquero... quizás por ser alguien que, de alguna manera, participa en la configuración de lo que somos, que creemos parte de nosotros pues administra la ambrosía de nuestro vicio más confesable.
Los libreros son seres a menudo disgustados con la deriva mercantil de su propio género, y se tornan secretamente felices cuando cae en sus manos algún ejemplar que desmiente esa condición de manera tajante. Su gusto puede que no coincida con el nuestro, pero siempre está ahí para echarnos una mano. Y lo defienden entre los libros, pues no se refugian indolentes tras una caja registradora como hacen los vendedores de libros: ellos son libreros. Es por todo esto (y por mucho más) que, transcurrido un plazo prudencial respecto al Día del libro que a muchos tampoco les convence, y además aquí es festivo, me gustaría dedicarles este día, uno como cualquier otro. A los libreros. El "mío" se llama Leo. Gracias, amigo.
Luis Grau Lobo
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