(Publicado en El Mundo de León, el 14 de febrero de 2010)
El hiperactivo y omnipresente Nicolás Sarkozy se ha metido a definir qué debe entenderse por ser francés, en qué consiste tal atributo, a qué obliga y, en consecuencia, cuáles son las diferencias con el resto de esencias patrias, si las hubiere. La conclusión (aunque el debate se haya aplazado hasta después de las elecciones de marzo) pone en guardia a quienes pretendan imitarle y reafirma a quienes pensamos que esto de las patrias ya no tiene demasiada sustancia, si es que alguna vez
También han acordado colgar en las aulas la Declaración universal de derechos humanos -¿seres humanos franceses sólo?- y pretenden fomentar las virtudes republicanas, sean cuales sean éstas, que tampoco queda muy claro. Y, cómo no, conocer y apreciar la lengua francesa, esa sí la única patria que merece la pena vindicar.
Y eso que en Francia lo tienen cómodo, que siempre pueden recurrir a la revolución, la grandeur, la Resistencia y demás mitologías pretéritas. Pero la cosa en España pintaría peor. No tenemos un acontecimiento "nacional" que nos una e identifique a esa escala, de ahí que nuestras celebraciones de ese tipo sean sosas y, sobre todo, ocasión de puentes laborales más o menos largos. Y de ahí que nos empeñemos en construir nuevas identidades territoriales a menor escala, algunas traídas por los pelos o venteadas desde el sepulcro del Cid. Por otra parte, algo bueno tiene que nuestros posibles mitos nacionales y tópicos más corrientes hayan sido tan sobados y retorcidos, pues de esta manera, cada cierto tiempo, tenemos que estar interrogándonos constantemente acerca de la condición de lo español, ejercicio de zozobra intelectual que quizá sí distinga lo doméstico de otros lares. No sabe Francia dónde se mete.
Además, en España no tenemos letra para el himno, aunque el murmullo de acompañamiento cada vez nos salga mejor, lo cual es preferible, para lo que suele oírse en esos casos: violencia, xenofobia, ardor guerrero... Y encima para que nuestra banderita despierte efusiones ha habido que ganar una eurocopa.
Uno se pregunta entonces, ¿existe o puede existir una idea colectiva y compartida de patria? ¿dónde acaba ésta y comienza la del "otro"? ¿existe un sentimiento de país? ¿Cómo se adquiere y a qué precio? Y ¿en qué consiste ser español? ¿acaso lo es quien no puede ser otra cosa, según la mordiente frase que Pérez Galdós puso en boca de Cánovas?
Demasiados interrogantes. Para mí que eso de la nacionalidad se reconoce mejor en la modulación con la que se habla cada idioma, esa melodía particular que cada lengua adquiere en cada territorio y que sólo son capaces de percibir quienes no la hablan igual. Esa cadencia que son incapaces de oír, de imaginar y hasta de creer que exista los hablantes de un idioma respecto al suyo propio. El italiano cantarín y esdrújulo, el axiomático y punzante francés, el sereno y consonántico inglés, el preciso y resuelto alemán... Son tópicos al uso, lo sé, pero cada "tonada lingüística" es inefable por definición, como demuestra lo imposible que resulta que un extranjero explique a un castellano parlante cómo "suena" nuestro idioma ("tal vez como debiera retumbar el latín", me dijo una vez un italiano).
Y tal vez por ese motivo, la patria, como esa musicalidad que pende del acento, de la cadencia y del espíritu que alimenta la línea melódica del habla, es algo imposible de declarar o de percibir con nitidez para uno mismo, mientras que resulta sencillo reconocerlo en los otros. Y también por ello la patria, como una canción popular, sea de esas cosas en las que hay que complacerse sin pararse a darle demasiada importancia, no sea que con ello acabemos con su encanto. No sea que esa copla ligera acabe por sonar a un vulgar himno.
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