(Publicado en El Mundo de León, el 13 de septiembre de 2009)
Uno de tantos tópicos equívocos que empleamos, como si de una sentencia inapelable se tratase, es aquel que, con diversas variantes, dice que el tiempo pone cada cosa en su sitio, que su paso enmienda al fin los juicios y acciones que realizamos indebidamente. Como si existiera una justicia postrera a la que fuera imposible escapar, para temor y escarmiento de quienes pretenden burlarla. Pero ese ajuste de cuentas no es un proceso geológico, natural, sino producto de la voluntad, y, por ello, imperfecto, decepcionante a veces.
Casi siempre la reparación resulta imposible en la práctica y el perdón con el paso de demasiados años se torna insuficiente o excusable. Apenas la mala conciencia colectiva halla refugio en una suerte de reconocimiento contrito de lo sucedido, que sirve más para atemperar el remordimiento contemporáneo que para resarcir a quienes sufrieron una infamia pretérita.
Porque, por poner un ejemplo muy conocido, ¿de qué sirvió a Giordano Bruno que la iglesia haya admitido el heliocentrismo siglos después si ya nadie le podrá evitar jamás una vida de persecución, de infamia, ocho años de prisión y una muerte horrenda; si ya nadie duda que tenía razón? ¿De qué le sirve a él la estatua que hoy le honra en la bella plaza romana del Campo dei Fiori, el lugar donde fue quemado vivo en 1600? Nos sirve a nosotros.
El parlamento alemán acaba de redimir la memoria de quienes resistieron al nazismo y fueron fusilados por ello. En nuestro país existe gente obtusa y sin escrúpulos que todavía niega el pan y la sal a una memoria histórica que disimulamos en su día bajo la dorada alfombra de la Transición y que ahora, deslustrosa ya, revela sus vergüenzas. Y en estos días tenemos que soportar el bochorno de ver a uno de los jueces que hace lo que debió hacerse entonces asistiendo como imputando ante uno de sus colegas.
Reconocer los errores es imprescindible, purgarlos también. Pero no es bastante. Importa, y mucho, cómo se hace y el lapso de tiempo que dejamos transcurrir. Importa, y mucho, que quienes sufrieron la ofensa o quienes fueron testigos de ella puedan conocer el desagravio. Incluso que quienes la llevaron a cabo conozcan su condena o sientan pública su culpa. Es fácil quedar bien con quienes ya no pueden rebatirnos, hacerlo cuando ya no cambia casi nada, cuando todos estamos de acuerdo en que lo sucedido no debió suceder así, cuando nadie paga los platos rotos sino que los fragmentos simplemente se recluyen en la vitrina de un museo. Pero resulta necesario mirar a los ojos a los supervivientes de una vileza histórica para darse cuenta de cómo sucedió, para aprender de ella. Aunque esos ojos estén cercados de arrugas serán más auténticos que una estatua de bronce.
Durante la época barroca, la alegoría del Tiempo desvelando la Verdad se convirtió en tema recurrente para lienzos y decoraciones murales en las que el viejo Cronos o alguna figura que representaba al Padre Tiempo, descubría al fin la espléndida maravilla de las carnes desnudas de
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