(Publicado en El Mundo de León, el 30 de agosto de 2009)
Durante los últimos milenios del Paleolítico el hombre alcanzó cotas artísticas insuperables en las paredes y techos de las cuevas que fueron su refugio ocasional y su santuario. El predominio de los motivos naturalistas, animados de un soplo vital que aún hoy nos conmueve, pone de relieve a un ser humano aún entretejido con la naturaleza que le rodeaba, dependiente de ella en extremo. Bisontes, ciervos, caballos o peces protagonizan su vida y son caracterizados con trazo nervioso y sublime, propiciatorio y devoto. Y cuando la figura humana aparece, a menudo lo hace con atavíos animales, como avergonzado de la distancia que comienza a separarle de aquellos. Pero al comenzar a representar la naturaleza, a convertirse en su intérprete, había iniciado también el camino sin retorno que lo separaría de ella; la senda de la civilización, con todas sus cargas y responsabilidades.
Con el final de las glaciaciones y el descubrimiento de la agricultura y la ganadería todo cambió. La forma de pensar del hombre se tornó más abstracta, más ocupada de los ritmos estacionales, del calendario, de los astros, de la medición y gobierno de sus propiedades, de la indagación acerca de un mundo más estable, pero más complejo y, sobre todo, decisivamente nuevo. A la vez que era capaz de modelar el barro e incluso, tiempo después, de forjar herramientas, creando objetos radicalmente diferentes de todo lo que le rodeaba, dominando por vez primera las mutaciones de la materia, sus lenguajes artísticos se volvieron más inextricables, más arcanos, más abstractos a su vez.
Laberintos, retículas, motivos solares y geométricos, signos vagamente fitomorfos... fueron grabados sobre las peñas que lindaban sus tierras en regiones especialmente proclives. Una de estas zonas, el noroccidente de nuestra península, ha ampliado sus límites conocidos con el reciente descubrimiento de numerosas insculturas al amparo de la enorme mansedumbre Teleno, en la fascinante comarca leonesa de
Me refiero al ídolo de Tabuyo del Monte, una losa de esquisto de unos
La pequeña historiografía de esta pieza única ilustra, además, una invariante de este tipo de hallazgos: la aprensión a su publicación y estudio por falta de referentes. Así, la placa de Tabuyo permaneció a la vista de todos durante casi ochenta años hasta que un arqueólogo madrileño, Martín Almagro, decidió abordarla, una vez estudiados los conjuntos de estelas extremeñas que permitían acercarse a su lectura, o el ídolo asturiano de Peña Tú, aún reconociendo la primacía cronológica respecto a aquellas o la excelencia del leonés.
Con este precedente y los hallazgos que se suceden desde hace más o menos un año, podría pensarse que la enorme montaña mítica de los astures y los romanos quizás fuera también un espacio sagrado para los pueblos que habitaron estas tierras hace alrededor de cuatro mil años, cuando grupos humanos de los que casi nada sabemos dedicaron parte de su precioso tiempo a registrar sobre la aparente solidez de las piedras de su entorno sus anhelos más íntimos y sus más decididas ansias de pervivencia. Esperemos que duren mucho más.
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