Ruido de fondo

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(Publicado en El Mundo de León el 25 de octubre de 2009)

 

John Cage, maestro de la música contemporánea sobre el que este fin de semana se inaugura una retrospectiva en Barcelona, afirmaba que "lo que oímos es fundamentalmente ruido. Cuando lo ignoramos nos perturba. Cuando lo escuchamos nos resulta fascinante". Sin embargo, como tiende a demostrar su obra posterior, eso debe ocurrir porque el bullicio nos hace añorar el silencio, natural y serena desembocadura de todo sonido, principio de la música.

No sucede lo mismo, por desgracia, con la conclusión lógica que cabría esperar del ruido en la vida pública, de la escandalera retratada en los medios de comunicación. Por más que uno intenta percibir un orden, una armonía que se imponga tras su lógica conclusión, eso no sucede, y cuando lo hace es de manera obligada, antinaturalmente. Tristes días para la serenidad en estos tiempos revueltos ahogados en el jaleo del "todo vale".

¿De dónde viene toda esta sensación de impunidad, de irresponsabilidad ante el alboroto, de falta de exigencias a nuestros actos? En las aulas, durante un tiempo que aún hoy colea, los alumnos se han sentido exentos de las obligaciones de su condición, pues aprobar el curso ya no equivalía a superarlo y su esfuerzo no era recompensado más que su holganza a la postre. El estruendo de este error aturde a una generación. En ciertos programas de televisión, podemos presenciar a diario una algarabía bochornosa de insultos y descalificaciones personales de patio de colegio, algunos de los cuales, según dicen sus protagonistas, acaban dirimiéndose en querellas que a buen seguro contribuyen al síncope de nuestro sistema judicial, pero que no dejan de ocultar un desprecio chillón y destemplado por la dignidad y el buen nombre de las personas, por lo que puede y no puede decirse en público y las formas en que debe decirse.

Y qué decir de la política, supuesto espejo de la sociedad, que no se haya dicho ya. Imputados y sospechosos, inocentes todos en principio, pero bajo la sombra de recelos razonables y turbiedades varias, pasean su palmito vociferante con el apoyo de impúdicas sonrisas, impropias de alguien cuyo nombre está en entredicho (aunque resulte inmaculado a la postre, insisto). Olvidando aquello sobre la mujer del César, politiquillos y cortesanos se aferran al cargo (y con ello nos hacen temer que a la prebenda) con la ansiedad y el estrépito de quien no tuviera otro oficio ni beneficio. Y tampoco parecen darse por aludidos los directores de esas orquestas, los líderes de esos cargos de confianza, que, por el mero hecho de estar nombrados discrecionalmente y bien pagados por ello, tienen una mayor carga de responsabilidad y sus errores y fallos afectan y afean por igual a aquel que los nombró.

Y cada día un nuevo estrépito que añadir a la barahúnda general: un ayuntamiento imputado en pleno, otro desalojado por desertores del partido cuyas siglas les permitieron estar donde están, un cargo público que ampara un medio de comunicación que difunde ideas pronazis, el entrenador del equipo de fútbol de todo un país que lanza exabruptos tabernarios, el gerente de un gran teatro que se embolsa recaudaciones y subvenciones millonarias y las reparte a los cuatro vientos... ¿para qué seguir? Tramas sucias, clientelismo, arbitrariedad, grosería, chanchullos, desfachatez... Un ubicuo y ensordecedor ruido de fondo.

Todos esos "feos asuntos", como un portavoz del Vaticano acaba de calificar a la participación de la trama Gürtell en la visita del Papa a Valencia; todos estos escándalos estrepitosos, me traen sin embargo a la cabeza un nombre propio que quisiera citar. Se trata de alguien que hizo lo que debía, ni más ni menos. No habría por qué recordar su comportamiento si no fuera porque después ha pasado lo que ha pasado. Demetrio Madrid, ¿les suena? Dejó un distinguido silencio tras él.

 

Luis Grau Lobo

 

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