(Publicado en El Mundo de León el 8 de noviembre de 2009)
Aunque de tan natural en ocasiones resulte desapercibido, pienso que cada época tiene su color, su tonalidad (cromática y musical) y un medio distintivo para transmitir esa imagen. Los pigmentos puros y nítidos de las paredes medievales, las entonaciones acrisoladas de las tablas del renacimiento, los fragorosos matices de la paleta barroca, los lienzos íntimos y apastelados del rococó... Y, por supuesto,
En otros casos nos sorprende que avances técnicos que hoy renuevan su brío cuenten con una trayectoria longeva y fértil. Así ocurre con la imagen estereoscópica, un procedimiento ya ensayado en las primeras experiencias fotográficas, cuya versión anaglífica, de la que se valen en nuestros días algunas películas animadas, fue registrada a finales del siglo XIX. Los anaglifos se aprovechan de nuestra visión binocular, casi única en la naturaleza, para recrear la ilusión de una realidad tridimensional en una superficie plana, de forma que somos capaces de distinguir varias profundidades en ella. No es solamente un juego de perspectiva, como sucedió cuando se redescubrió este recurso artístico en el siglo XV, sino un espejismo óptico que consigue engañar a nuestro sentido más exigido. Y lo hace aprovechándose precisamente de su sofisticación, de la síntesis que realiza el cerebro con las imágenes percibidas por ambos ojos, ligeramente diferentes siempre. De tal forma que dos fotografías del mismo objeto tomadas con una pequeña distancia, en las que se ha filtrado respectivamente el tono rojo y el azul y verde, son recompuestas en una única imagen con hondura espacial gracias a unos filtros situados ante los ojos (unas gafas coloreadas) que recomponen la escena mentalmente.
La recuperación de archivos fotográficos antiguos suele ser un acontecimiento para la evocación colectiva y, en ciertos casos, para la documentación histórica. Más aún si en ellos se indaga en una técnica infrecuente. El álbum que dentro de unos días se podrá reunir por entregas con este periódico entra en ambos terrenos y supone algo distinto al típico coleccionable con que la prensa española abruma a sus lectores. Las instantáneas que atesora el Instituto Leonés de Cultura fueron tomadas por Ángel Rodríguez Sánchez (1875-1958) en los rincones de una ciudad que retrata con precisión quirúrgica, sentido y sensibilidad. Lo he dicho en otras ocasiones, no me importa hacer publicidad si merece la pena el producto: éste lo merece.
Porque, superado el inicial sonrojo de encasquetarse las ridículas gafas, uno disfruta de sumergirse en un espacio perdido, cuya sensación de irrealidad, acrecentada paradójicamente por la estereoscopía, nos atrapa con la intensidad de una aparición. Es una ciudad que ya no está pero que sigue aquí, con la propiedad del sedimento arqueológico más reciente, que pueblan personajes remotos pero familiares, alguno de los cuales nos mira a los ojos como si nos reconociera, como si estuviera esperando un asombro centenario, el ingreso de nuestra mirada en una portentosa estancia habitada al fin desde las dos orillas del tiempo. Pasen y vean.
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