(Publicado en el Mundo de León el 11 de octubre de 2009)
Existen filosofías o construcciones del pensamiento que caracterizan una época, y arquitecturas que también suelen hacerlo. Al pensar en
La orquesta clásica fue fraguada durante los siglos florecientes de las agrupaciones de música occidental y logró sus más altas cotas como una suerte de metáfora de la nueva sociedad que alumbraba el final del antiguo régimen, una asamblea instrumental destinada a los burgueses y reunida para su deleite en las grandes salas de conciertos. Algo que ya había sido anunciado por las formaciones camerísticas, que parecían trasladar al ámbito musical la actividad de los cenáculos ilustrados y sus nuevas teorías sociopolíticas. Pero más allá de esta sociología histórica, una orquesta es una portentosa conquista de la civilización humana, un artificio tan refinado y frágil que nos sigue sorprendiendo su funcionamiento, su vigor y su perfección. Tan cabal fue su ajuste con aquel tiempo que aún hoy la emoción que provoca ver una en acción se mantiene y renueva cuando, como ahora, comienzan en buena parte del mundo las temporadas de conciertos.
Una agitación que se materializa cuando, sentados en la butaca, vemos salir a los músicos al escenario. Y con los primeros aplausos el hilo del pensamiento se asombra de la multitud de coincidencias felices, de historias colectivas e individuales, pasadas y presentes, que se han entrelazado para proporcionar este instante. Los músicos, con sus avatares personales, su largo período de formación, sus conflictos dentro y fuera del grupo, su capacidad, talento, trabajo... Los instrumentos, todos ellos resultado de un largo y fructífero período de pruebas y ensayos, de saberes artesanales y genialidades, de la maestría de luteros anónimos y nombrados, de tradiciones que se entrecruzan y alían para ofrecer una sofisticada sencillez en cada pieza ensamblada, en el refulgente metal por donde el rumor del viento se entrecorta, en la tripa tensada de un animal que nos ofrece el vago eco ancestral de los primeros bramidos de la especie, o en la modestia hermética de las mejores maderas del planeta que nos envuelve en el presentimiento de un bosque primigenio perdido para siempre. Y las piezas musicales, la vocación y objeto de muchas vidas reducidas a un pliego de papeles garabateados que ayudan desde hace siglos a atesorar este arte etéreo y preciso sin el cual nuestra vida sería menos humana, menos vida...
Y, de pronto, suena esa algarabía fascinante en la que todos los sonidos disienten para al fin concluir, afinados. Evocamos una discusión caótica y sobresaltada en la que, al final, cabe el acuerdo, el compromiso de muchos y la armonía de contrarios. Nos sobresalta al cabo el pálpito gozoso de estar asistiendo a un momento irrepetible, único. Uno de esos que sólo ciertos espectáculos en directo son capaces de ofrecer aún.
Y, con el repentino silencio, uno aparta de sí todo lo demás. A los músicos y sus instrumentos, al autor de la obra y al título de ésta. Se olvida uno del arquitecto que concibió este edificio de relumbrón, seguramente creyendo que sería el protagonista de las veladas, y no pensamos en el patrocinador del evento o en la vacuidad de las palabras de presentación si las hubo, ni en quién está sentado en el patio de butacas o si nos queda bien el traje que vestimos. Todo ese cúmulo de caminos que confluyen, de reuniones prodigiosas, ya no tiene ninguna importancia cuando comienza a sonar la primera nota. Música. Nada menos.
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