¿Quién está mirando?

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(Publicado en El Mundo de León , el 29 de marzo de 2009)

 

Durante los pasados días medios de comunicación de alcance mundial han dado cuenta de las últimas semanas y el fallecimiento de la concursante británica de un conocido programa de televisión, dedicado a airear la vida cotidiana de grupos humanos en cautiverio. Los acontecimientos vitales de la citada joven, cuyo nombre me resistí a memorizar y les ahorro a ustedes, han estado henchidos de normalidad, incluso en su malogrado final, salvo por la existencia de cámaras de televisión y por la emisión de las noticias acerca de ellos a medio planeta, en consonancia con el carácter de exaltación de la mediocridad de este tipo de productos mediáticos, un episodio más del aireamiento de la que ahora se empieza a llamar "extimidad", en contraposición a la intimidad, antes refugio del yo más privado, ahora mercancía de "prime time".

Resultado de una mezcla perversa y adulterada del antiguo "fatum" o destino clásico y de la idea de la fama, la buena honra del hombre moderno (la "otra vida más larga", del poema de Manrique), este exhibicionismo impúdico de la banalidad supone el fracaso de las dos cortapisas elaboradas durante siglos para evitar un desvelamiento decepcionante de la vulgaridad humana. Así la noción de pudor, de recato, en religiones como la cristiana, o la idea de dignidad, valor ilustrado y ciudadano derivado de la vieja "dignitas" latina, han cedido su espacio en estos tiempos de zozobra a una suerte de todo vale con tal de que uno reniegue de sí mismo y concurse en tal o cual feria de vanidades. ¿A qué se debe tal furor exhibicionista?

Quizá parte de la explicación se halle en nuestra obsesión por la imagen, sustitutivo moderno del empecinamiento por el honor y la compostura en los clásicos del Siglo de Oro; por "tener una imagen", cultivada como un desdoblamiento travestido y sustitutivo de nuestra auténtica personalidad, a la manera del hidalgo arruinado que disimula sus vergüenzas de puertas afuera. Y también porque necesitamos que esa imagen sea, en consecuencia, valorada (a veces da igual si bien o mal: que se hable al menos), juzgada de acuerdo con las expectativas con las que es modelada, que reciba el favor del público y su aplauso, que sea un "producto con salida".

Así, muchos políticos apenas se preocupan sino por la percepción que de ellos tienen los ciudadanos, por el qué dirán los medios de comunicación, barriendo bajo las páginas amontonadas de periódicos efímeros los escombros de la realidad, tan poco fotogénica ella, junto con su falta de iniciativas, de ideas, de utilidad. Un traje bien cortado (o muchos, facturas aparte), una apostura apolínea, una sonrisa imperturbable, aplomo para una y mil ruedas de prensa... (Y a mí que me sigue pareciendo que alguien con traje y corbata pretende vender algo...).

Así, las empresas, que comercializan imagen, logos, "espíritus corporativos", una forma de vida y de ser, una "idea" brillante, moderna, feliz, aunque sus productos los confeccionen finalmente niños esclavizados en el patio trasero del mundo. Así, quienes nada más tienen, acaban vendiendo una imagen íntima (no real) en dosis de pornografía individual empaquetadas para el consumo... Además, todo el mundo quiere triunfar, ser artista, deportista, cantante, bailarín, y tener una imagen de éxito en cada caso. Y como no hay campo para tanto laurel, se comercializa cualquier otro "triunfo", aunque sea la propia y común vida, incluso en su agonía final.

Pero si cada individuo es un artista, como ya afirmaba Joseph Beuys, si todo el mundo crea ("¿se pueden hacer obras que no sean de arte?" se preguntaba Duchamp) y cualquier cosa es un espectáculo... entonces, ¿quien mira?. Ante tanto triunfador necesitado de audiencia, acaba uno preguntándose, ¿qué ocurriría si llegara el momento en que no hubiera espectadores para tanto espectáculo? ¿Si, convertidos todos en estrellas, artistas, "triunfadores" de un escenario, resultara que el patio de butacas estuviera vacío? ¿Y si hubiera más libros que lectores, más exposiciones que visitantes, más películas que público, más papones que mirones en la procesión...?

El auténtico triunfo, entonces, la última frontera, sería ser un espectador preparado, orteguiano, aquel con el que sueña todo creador. Un lector que, como quería Borges, supiera extraer del texto más incluso que quien lo escribe, que valorara lo que observase con lucidez y obtuviera más placer cuanto mayor fuera su capacidad crítica y su preparación, que se situara al borde del síndrome de Sthendal pero también fuera capaz de reconocer e ignorar aquello que no tuviera suficiente calidad. Un individuo crítico, formado, pero sin ínfulas creativas, cuyo mero gesto con un mando a distancia, supusiera la verdadera conquista de un gusto formado, un auténtico triunfo, un gesto de creación puro, sin candilejas ni recompensas. Esperamos con ansiedad ese concurso de selección de verdaderas rarezas creativas: los espectadores perfectos.

 

Luis Grau Lobo

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