Amor vacui

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(Publicado en El Mundo de León, el 15 de marzo de 2009)

 

Estamos rodeados de ruido y furia, abarrotados de cosas, abrumados por una realidad copiosa, inabarcable, que nos apremia sin tregua; encomendamos el relato de nuestras vidas a la inventiva del idiota shakesperiano. Nos revolvemos incómodos en una vorágine indecisa y turbia que azota nuestra percepción, y, quizás por ese motivo, para aquellos momentos de retiro que creemos destinados a reparar los daños, añoramos situaciones de ausencia de estímulo, de tregua para los sentidos. Nociones como el silencio o el vacío se han convertido en valores cada vez más apreciados, caracteres de la última conquista, panorámicas sobre un lujo categórico, componentes definitorios de una llamada "calidad de vida". Estar "desconectado", sin cobertura, sin que la vida cotidiana nos cubra con su pesada carga, huir del mundanal ruido, retirarse, aunque sea por espacio de pocas horas, apartarse de una corriente torrencial que quizás sólo cae al mar sin más... Y mirar desde la orilla.

No ver nada o, al menos, dejar vagar la mirada sobre un paisaje homogéneo, simple y despojado. Otorgar respiro a la vista, ese imperial sentido que todo lo escruta y clasifica, que esclaviza y aletarga nuestro cerebro a base de bombardear imágenes sin cesar en su interior. No oír, permitir a nuestros tímpanos de cazador quedarse al margen de su constante e involuntaria alerta tan salvajemente ofuscada por el bullicio circundante. No escuchar nada, o al menos dejarse llevar por una simple melodía o por el mero rumor del viento, por los muy diversos y entreverados sonidos que componen el silencio.

Hubo épocas en que la decoración de los objetos, los interiores habitados y hasta las obras de arte reflejaron una especie de pavor o repulsión hacia la sobriedad de lo vacío, como si la ausencia de elementos y la lisura de las superficies instaran a un desamparo insoportable y la mera posibilidad de la carencia de materia modelada, de formas reconocibles, de objetos dominados por una pauta, un ritmo, un proporción o una estética, permitiera brotar en el espíritu un desasosiego huero. Tal "horror vacui" tiene su contramodelo en otros períodos y modas, en algunas civilizaciones, entregados a la administración de la ausencia como una categoría en modo alguno menor de la existencia.

Viene todo esto a cuento porque en estos días una exposición temporal en el centro Pompidou de París indaga sobre el papel del vacío en el arte contemporáneo: "Vides, une rétrospective", hasta el 23 de marzo. Pues en efecto, ese es un tema de nuestro tiempo, de la contemporaneidad. Aunque la muestra cite a Yves Klein como precedente de la exhibición de la nada, cuando en 1958 ofreció la posibilidad de visitar una galería de arte en la que nada había, en puridad habría que remontarse al lienzo "Blanco sobre blanco" de Malevich en 1918 para iniciarse en ese viaje a la infinitud de lo no presente, a la presencia de la ausencia, a lo intacto por inasible, que fue uno de los caminos más radicales y transgresores de la vanguardia creadora del pasado siglo. Sucede, claro está, que desde entonces las cosas han cambiado y en una época, la nuestra, en que la provocación es de oficio y se supone como el valor al soldado, la exhibición parisina, como la 28ª Bienal de Sao Paulo propuesta por Ivo Mesquita, más que una afrenta a lo bienpensante es sobre todo la segunda parte de su enunciado, una "retrospectiva", casi un anhelo de introspección.

Con el mismo tenor retrospectivo, en Madrid el Museo Thyssen ofrece una exposición temporal ("La Sombra", hasta el 17 de mayo) que especula sobre el protagonismo de la sombra a lo largo de la historia del arte occidental. Comienza con la fábula clásica según la cual la invención de la pintura se debe al intento de atrapar la efigie de un joven mediante el dibujo de su sombra en la pared por parte de su amante, una doncella corintia. De nuevo la pugna por asir lo inaprensible. A pocos metros de esta historia sobre cómo la materia fue representada gracias a lo inmaterial, a las sombras, una muestra sobre Francis Bacon colma estos días las salas de temporales del Museo del Prado (hasta el 19 de abril). El pintor irlandés nos arroja a la cara un álbum de figuras desoladas, de humanidad hurtada y familiar a un tiempo, desmadejadas sobre un vacío inerte e inquietante y poseídas por unas sombras que parecen excretadas de sus cuerpos. De la misma manera que su admirado Velázquez construía el espacio pictórico de un cuadro apenas con el esbozo de una sombra (el bufón Pablo de Valladolid), Bacon da materia a sus despojos gracias a una sabia administración del vacío y de la sombra, huella vacía de un cuerpo.

Sombras, vacíos y materia dolorosamente arrojada a nuestra contemplación: la vieja lección del arte. Rodeados de propiedades, aplastados por las obligaciones y deudas que nos impone una vida de sensaciones frenéticas, quizá suceda que sólo cerrando los ojos, tapando nuestros oídos tal vez, tomemos posesión de nuevo de lo que real y únicamente nos pertenece.

 

Luis Grau Lobo

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