Año estelar

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(Publicado en El Mundo de León, el 1 de marzo de 2009)

 

Crisis aparte, existen valores que no defraudan. Este de 2009 ha sido declarado por la ONU Año de la astronomía, con motivo del cuarto centenario del telescopio de Galileo. También se cumplen cuarenta años de la llegada a la Luna, y ésta continúa siendo la mayor hazaña de la historia de la humanidad, culminación natural y soñada para la época de las grandes expediciones aventureras a los lugares más ignotos, recónditos e inhóspitos, desde las fuentes del Nilo a los Polos o el Everest. La ilusión premonitoria de muchos, Cyrano de Bergerac o Verne por citar casos notorios, se cumplía con el viaje del proyecto Apolo aunque, con el paso de posteriores décadas, hayan tendido a desinflarse las ansias aeronáuticas de los Estados, excepción hecha de los satélites estratégicos.

Desde siempre los astros gobernaron la vida en la Tierra, naturalmente de forma muy distinta a como la astrología esotérica nos intenta hacer creer. No sólo mediante el ritmo geológico y biológico marcado por los movimientos regulares de los cuerpos celestes, sino también gracias a los cataclismos episódicos a gran escala que han conformado la realidad que nos circunda. Un ejemplo menor de ello (sí, menor en esa escala), puede ser el meteorito que cayó en el Yucatán y provocó una masiva extinción, conocida por el final de los dinosaurios, dando a la postre una oportunidad a los mamíferos, de la que, millones de años después, nos aprovechamos aún.

Por estas razones, explícitas o no, Sol, Luna, constelaciones y otros fenómenos celestes han formado parte de las creencias del hombre de muy diversas maneras. La última forma de interpretación del universo que nos rodea constituye el apasionante relato de la ciencia astronómica, de los descubrimientos científicos y logros físicos acerca de nuestro firmamento. De Ptolomeo a Copérnico, de Newton a Einstein, de la perra Laika a Neil Armstrong, estos y otros muchos nombres son conocidos y reconocidos, aunque en ocasiones quizás ignoremos con exactitud a qué se debe su fama, pues tan ardua es a veces su ciencia. Gracias a su esfuerzo hemos construido un nuevo universo inteligible, aunque muchas veces desborden nuestra comprensión sus descomunales dimensiones espaciales y temporales, pero escudriñamos en él una interpretación que sigue intentando responder a las mismas preguntas de siempre sobre quiénes somos y qué papel representamos. Porque la exploración e indagación sobre el cosmos no sólo está destinada a resolver problemas prácticos que con el tiempo se harán más acuciantes, como la disponibilidad de recursos y hasta de sitio para el futuro, sino que, sobre todo, su vocación es la de situarnos en una realidad que ya sabemos que escapa en gran medida a nuestros sentidos. El ser humano parece ubicado en una encrucijada entre lo infinitamente grande (el cosmos) y lo increíblemente pequeño (el piélago subatómico), cuyos extremos parecen encaminados a tocarse en una simetría pasmosa. Balbuceamos aún una explicación para los nuevos límites en los que se mueve nuestra capacidad de conocimiento.

En plena era de una información tupida de imágenes y cada vez más dependiente de ellas, si hubiera que elegir una ilustración que constituyera el icono de nuestro siglo pasado, del XX, sin duda que la estampa del planeta Tierra desde el espacio se haría con ese honor. La perspectiva de nuestro mundo desde fuera nos hace experimentar sensaciones contrapuestas, en las que el pavor del frío, desmesurado y oscuro vacío exterior contrasta con la acogedora belleza del globo azul pálido que nos sirve de hogar, que nos provoca una involuntaria sonrisa de familiaridad.

Nuestro país no ha jugado históricamente un señalado papel en la indagación astronómica, indicio de su magro peso en las ciencias empíricas y especulativas, pero celebren este año, porque este artículo es, sobre todo, una recomendación: miren al cielo. Aprovechen cualquier noche despejada y no demasiado fría para aislarse de las luces de la ciudad y contemplar el firmamento, para distinguir a simple vista o con auxilio óptico el "espinazo de la noche", el bello apodo que Sagan puso al eje de nuestra galaxia que cicatriza la bóveda estrellada, para distinguir planetas y estrellas, para esperar fugaces impactos atmosféricos... pero, sobre todo, para embeberse en una infinitud prodigiosa. Puede que se convierta en un antídoto para los temores de la crisis, contra las miserias inconsistentes del día a día, contra lo circunstancial y anecdótico, pero en ningún modo pasará por ser una evasión. Pues ahí arriba, a poco que agucemos la vista, se descubre sin tapujos aquello que es esencial, y, de repente, casi sin aviso, nos mira a la cara nuestro propio destino. Allí reside la verdadera dimensión de la mayoría de nuestros interrogantes, y una buena parte del sentido último de las respuestas que esperamos desde que el mundo es nuestro mundo.

 

Luis Grau Lobo

 

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