Pena de vida

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(Publicado en El Mundo de León, el 15 de febrero de 2009)

 

De entre las noticias de estas dos últimas semanas (el período de cadencia de esta tribuna) hay una que ha estremecido el corazón de toda Europa. La muerte el pasado lunes de la joven de 38 años Eluana Englaro en un geriátrico italiano, tras 17 años de coma irreversible. Nada tendría de extraordinario tal hecho sino hubiera estado rodeado de un auténtico hostigamiento de las autoridades italianas, difamaciones públicas, torpeza política, ruido de crucifijos y hasta una malversación de sentencias judiciales.

El padre, Beppino Englaro, verdadero ejemplo cívico y humano en esta historia, declaró inmediatamente después de la muerte de su hija que por fin podía guardar silencio. Sería muy recomendable, que quienes no deben hacerlo, los agentes sociales, por fin se planteen abordar este debate sopesadamente y sin alborotos, sin estar espoleados por la cuenta atrás de un desahuciado en las páginas de la prensa.

Pues tal como la pena de muerte ha desaparecido de los códigos penales de los países que se dicen avanzados, este tipo de "pena de vida" también debería hacerlo mediante una precisa y amplia regulación legal. No es admisible en nuestros días que un moribundo, por mucho que la ciencia haya logrado prolongar sus constantes vitales, sea sometido a la tortura de un tiempo sin esperanza ni fin, sin vida, cuando ha manifestado que no lo desea así o existe la certeza de ello. Cada ser humano tiene el derecho a gobernar su vida, a decidir cuándo acaba. Pues ese es un derecho que no debe entrar, ni entra, en colisión con otros, y que, al ser materia estricta de albedrío individual, no obliga a nadie a hacer algo en contra de lo que sus creencias le dicten. Amplía las facultades del ser humano para asumir su propia condición, según mi opinión, pero, en todo caso, ni ofende, ni limita, ni condiciona. Nuestro gobierno, que ha legislado con acierto sobre este tipo de derechos tan evidentes como vergonzosamente ausentes de algunas legislaciones occidentales, parece haber perdido algo de fuelle en estos avances esenciales de nuestro ordenamiento que nos han situado, por primera vez en la historia de este país, en la vanguardia de cierta forma de civilización.

Derecho a la vida, dicen las declaraciones de derechos, pero éste ha de incluir el derecho a la propia soberanía sobre esa vida, el derecho a una muerte digna, indolora y natural en sus cauces; para la que la ciencia, una vez hecho lo posible por salvarla y perdida la batalla, garantice el mínimo sufrimiento, y con él, minimice el sufrimiento vinculado al tiempo inútil de una agonía sin destino. E incluso, para que, más allá del mero cese de un tratamiento, pueda asistirse médicamente al legítimo deseo del cese de una vida.

Pero hay quien no lo ve así. De todas las obsolescencias ridículas y rancias con que nos regala la jerarquía católica sobre lo que ellos entienden como la moral en Occidente, casi todas ellas relacionadas con los intemporales temas del sexo y la muerte, posiblemente su postura respecto a la eutanasia sea la más alejada de cualquier concepto de piedad, de humanidad, de dignidad y de decencia. La más incomprensible.

Por otro lado, el actual gobierno italiano, de quien nada bueno cabe esperar, instigado por la curia vaticana, en ocasiones un gobierno en la sombra o directamente al sol, ha protagonizado al hilo de este debate un espectáculo bufo al más puro estilo mamachichesco, en el que no ha ahorrado vejaciones e insinuaciones insidiosas sobre la familia, y un acoso infame a la moribunda y al centro asistencial que la acogió en su última hora. Y mientras Eluana moría, el Senado de ese país se precipitaba a legislar para condenarla a vivir y, una vez conocida la noticia, se enzarzaba en un rifirrafe tabernario.

Por causa de los avances de la medicina y por la estructura demográfica de nuestra propia sociedad, cada vez habrá más casos de este tipo, y cada vez menos familias permanecerán al margen de este debate interior que, esperemos, ofrezca la posibilidad de realizarse en términos sensatos, y de libertad de elección. Pero quienes por desgracia hemos debido asistir a la agonía imparable de un ser querido, quienes hemos velado la cama de un moribundo, sin solución de salvación alguna, y nos hemos visto arrastrados al en apariencia innoble deseo de un rápido final, un ruego impelido por la desesperación y encaminado a evitar padecimientos inútiles al enfermo y a los demás, sabemos, creo que de manera unánime y nítida, que nada justifica prolongar la vida más allá de ella misma, que, llegado el caso, la eutanasia, una buena muerte, constituye un mal menor, necesario, exigible y, sobre todo, humano. Que llega a ser un don casi divino, y tal vez envidiado por los dioses, el poder morir al fin.

 

Luis Grau Lobo

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