Muros bien defendidos

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(Publicado en El Mundo de León, el 1 de febrero de 2009)

 

En estos últimos días varios medios de comunicación se han ocupado del hallazgo de no menos de una veintena de lápidas romanas, embutidas en los paramentos de la muralla de León y localizadas gracias a los trabajos de restauración que se llevan a cabo en uno de sus lienzos, sito en la llamada "Carretera de los cubos". No se trata de una noticia inesperada, aunque sí excepcional por el montante de piezas epigráficas.

La muralla leonesa sufrió sucesivos derribos y amputaciones durante la segunda mitad del siglo XIX destinados, como en muchas capitales europeas, a facilitar el trasiego de vehículos y un cierto embellecimiento urbano mediante la apertura de avenidas lustrosas para las que estos farallones no ofrecían sino excusa a escenarios lóbregos y descuidados, pintoresquismo que más tarde contribuiría a su salvación. Sus lienzos conforman aún hoy, ante la relativa apatía de los leoneses, el monumento de mayor tamaño y extensión de la ciudad. En aquella ocasión, sabios y eruditos de la naciente arqueología local, en plena fundación de un museo arqueológico en el antiguo convento de San Marcos, aunque no lograron evitar el desmantelamiento de varios inmuebles históricos, al menos se hicieron con gran parte de las numerosas inscripciones romanas que emergían de esas demoliciones, que conformarían el núcleo del repertorio epigráfico más notable de un museo provincial español.

Pero más allá de la significación patrimonial de estos hallazgos y de su interés histórico en sí, cabe preguntarse por qué la muralla alberga tal proliferación de epígrafes en su fábrica. La primera respuesta es obvia: se trataba de reaprovechar los cualificados materiales en que se confeccionaron estas lápidas para la construcción y reparaciones de una fortificación una y mil veces restañada. Grandes y escuadrados bloques de caliza fina o de granito eran ocasión de emplear un material de primera calidad y muy a mano para el refuerzo de los muros que debían realzarse, teniendo en cuenta, por supuesto, que los dioses y difuntos invocados en los textos de esas losas no contaban ya ni con seguidores ni con parientes directos. Se trataba, por tanto, de una muralla reparada o edificada en época medieval con piedras dedicadas en otra época, pagana y liquidada, ajenas por ello a las creencias y los lazos familiares de quienes las reempleaban como meros sillares.

Pero podemos ir más allá. Parecería simplificador dejar sólo en manos del utilitarismo un gesto como éste, cargado de gran valor simbólico, especialmente en una sociedad marcada por la significación trascendente de la mayoría de sus actos. De siempre, los restos de una edificación de culto que era sustituida por otra pasaban a ser parte de sus cimientos, a formar el sedimento de la nueva forma que el monumento adquiría, ya que entonces el "monumento" era más el lugar que la arquitectura que lo materializaba, razón por la que no existía reparo en derribar un edificio antiguo. A veces sucedía de forma natural, como en la mayoría de nuestras catedrales, cuyos aliceres son notorios edificios que las precedieron, bien de culto (anteriores catedrales) bien de otro tipo, como las termas castrenses y el palacio real que ocupan el subsuelo de la sede legionense. Pero en otras ocasiones restos, figuras y decoraciones del antiguo edificio eran vertidos intencionada y ceremonialmente en la base del nuevo, como ya hiciera Pericles con el anterior Partenón al erigir el suyo.

Por otra parte, de la misma manera que en los albores de la Edad Media la sabiduría debía fundamentarse en las citas de los antiguos, igual que era necesaria una frase o convocatoria de la Antigüedad para avalar cualquier afirmación, esa prueba de autoridad -de "Auctoritas"- que autorizaba, la proporcionaban, en el terreno de la arquitectura, los materiales reempleados. Mármoles, columnas, capiteles, frisos, revestimientos y demás "disjecta membra" de la arquitectura de esa edad de oro perdida, la Antigua, eran citas eruditas en la edilicia de los siglos oscuros, religando la práctica de las artes con el período en que supuestamente habían sido superiores. Así, entre infinidad de ejemplos y sin movernos de tierras leonesas, hallamos una muestra notable en San Miguel de Escalada, donde muchos de los elementos de su arquitectura pudieron haberse extraído de las ruinas de la vecina ciudad romana de Lancia, incluida una inscripción latina sita a modo de cimacio sobre uno de los capiteles del templo, que, semioculta por éste, deja entrever alguna línea de su texto.

Así debió suceder en la muralla leonesa, a juzgar también por el arreglo con que muchas de estas lápidas forman parte de su aparejo. Con la inclusión íntima de estos textos en sus muros, los leoneses de la Edad Media cerraban un episodio histórico, el de la Antigüedad, pero también lo asumían y, apoderados de él, se beneficiaban de sus propiedades históricas, de la protección de sus dioses, del recuerdo y tributo a sus difuntos. Los bastiones de la muralla leonesa quedaban así defendidos también por quienes los habían trazado, amparados por los muertos que, siglos atrás, se ocuparon a su vez de levantarla y resguardarla.

 

 

Luis Grau Lobo

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