(Publicado en El MUndo de León, el 18 de enero de 2009)
Cuando el mundo era joven, los dioses habitaban por todas partes. Eran espontáneos, caprichosos, edénicos. La idea de dios, de los dioses, debió de nacer del miedo; y de un temor más concreto aún, el de la certidumbre acerca del paso del tiempo, de la caducidad y fin de las cosas, de la insoportable levedad del ser. En lucha con el Gran Olvido, los dioses ofrecían eternidad, trascendencia, una explicación al absurdo de la vida, un universo a imagen de las aspiraciones e inquietudes de los hombres. Los primeros dioses se manifestaban por doquier: en el cielo y en la tierra, en las aguas y los bosques, en los animales y las rocas. Pero el ser humano acabó por organizarse en grupos numerosos, su vida se hizo sedentaria, más colectiva, segura y hogareña, y, a la vez que empezaba a dominar la naturaleza a su imagen y semejanza mediante el cultivo de los campos y la domesticación de ciertos animales, ordenó también su panteón. Domesticó y humanizó a sus dioses, los organizó en un sinfín de mitos, relatos y rituales cuyo objetivo era, de nuevo, dar soporte -soportar al fin- a su frágil e inestable mundo, cuyas pautas e imprevistos se atribuían al antojo de tales temperamentos divinos. Entre medias de ambos, de dioses y hombres, provistos de un privilegio delegado, chamanes, oráculos, sacerdotes o magos, ungidos de su propia y vicaria divinidad, administraron la zozobrante medida del hombre ante el mundo, merced a unos textos reservados y arcanos que debían ser interpretados.
Algunas religiones, depuradas en parajes desérticos donde la naturaleza multiforme se funde en un medio homogéneo y feroz, amalgamaron las diversas potencias divinas en un sólo nombre, en un único y omnipotente creador, surgido de la luz abrasadora del mediodía. Atraídos por el empuje de tal simplicidad, civilizaciones antaño politeístas se entregaron a estos nuevos cultos con un entusiasmo converso. Uno de estos credos, el cristiano, planteó incluso que ese dios único había enviado a su hijo a la tierra, de no muy distinta manera a la que otros dioses y sus hijos habían caminado desde hacía siglos entre los hombres o habían descendido a los infiernos, para superar pruebas atroces, según creencias que ya dominaban el Mediterráneo siglos atrás. Más tarde, otra fe del mismo tipo fue más allá y dibujó un dios abstracto, sin rostro, una idea de la divinidad purificada de toda física, un concepto tan deslumbrante como el cero para las matemáticas. La expansión de este culto profético fue tan rápida como la naturalidad con que el neófito entraba en esa nueva comunidad de creencias.
Así siguieron las cosas, y durante los siglos siguientes las religiones se siguieron reproduciendo por mitosis. Nada perjudicial había en esa costumbre inveterada de promover nuevos dioses a nuevos olimpos. Pero sucede que todas y cada una de ellas han recurrido de antiguo a un proselitismo violento, a la imposición de normas severas y muchas veces arbitrarias para actos y pensamientos. No sus sistemas de fe (en ocasiones contrarios a la violencia de forma taxativa), pero sí quienes los sustentaban, los hombres que creen o dicen creer, han presumido de estar al tanto de la Verdad, de una única verdad incompatible con las demás verdades. Estos hombres, elegidos por sí mismos para ser los elegidos de su dios, han creído también, sin que seguramente ninguno de sus textos sagrados les avalara literalmente, que cuanto mayor poder tenían su fe y su liturgia más tendría su dios -del que sólo ellos podían darnos noticia acerca de tales voluntades- aunque en consecuencia eran únicamente ellos quienes acumulaban influencia y dominio.
Hace no demasiado tiempo, en un rincón del orbe que se ve a sí mismo como el centro del mundo (pasa así con todos los rincones), dios fue ajusticiado al fin. Nuevos profetas y vicarios de un nuevo saber dieron por concluido el papel de los dioses, pues ahora el mundo ya no los necesitaba para explicarse a sí mismo y a nosotros, y los disolvieron en los contornos difusos de lo muy grande y lo muy pequeño. Pero a diferencia de quienes les habían precedido, estos nuevos intermediarios del Gran Relato quisieron compartirlo y debatirlo, formarlo entre distintas opiniones y, sobre todo, no estigmatizaron a los creyentes de otras fes, ni mucho menos pretendieron su conversión, sino que admitieron la convivencia de quienes pensaban distinto, a condición de que éstos no pretendieran limitar los pensamientos del otro. Se trataba de dejar a dios en casa de cada cual, de evitar que se obligara en su nombre.
Ahora, que el mundo es viejo, los dioses parecen llamados a volver a inmiscuirse en nuestras vidas, a brotar por doquier. Se aparecen en las paredes de los colegios y en los flancos de los autobuses urbanos. Disfruta la vida, pues dios probablemente no existe; o sí existe, pero también puedes disfrutarla igual, afirman las buenas nuevas que pueden leerse en el transporte público de varias ciudades europeas. Lo revelador de esta publicidad es que no parece haber gran diferencia entre creer o no hacerlo. Quizás suceda que nos hemos dado cuenta de que da igual si dios existe o no. Porque si existe seguramente no es un dios justo o injusto, y sus acciones, si las hubiera, no podrían (ni quizás deberían) evaluarse con razonamientos humanos. Simplemente puede que dios, de ser, sea alguien indiferente. A quien le da igual en qué autobús monta cada cual.
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