Guerra en el Mediterráneo

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(Publicado en El Mundo de León, el 4 de enero de 2009)

La guerra es el mayor fracaso del ser humano. El triunfo del corazón animal de nuestro cerebro, que asoma cuando se resquebrajan milenios de civilización y cuyos estragos se multiplican en extensión y daño gracias a esa misma y civilizada mente dominada por sus bajas pasiones. De los cuatro jinetes del apocalipsis es aquél en el que el hombre adquiere una mayor responsabilidad, el único que podría evitar. Aunque algunos dirían que es inevitable: así estamos.

Desde un cierto punto de vista, la práctica totalidad de las guerras se comportan, en sus motivos y resultados, como un robo a gran escala. Un robo criminal, un descomunal atraco a mano armada. Los griegos no fueron a Troya a rescatar a la divina Helena sino a tomar la ciudad que les impedía obtener un dominio total de las rutas por el Dardanelos, dado su enclave estratégico. Venecianos y españoles se enfrentaron en Lepanto a una potencia que amenazaba los mismos intereses mercantiles y territoriales, no a defender el catolicismo. Hitler masacró en gigantesca hecatombe a una población que previamente había sido expoliada de sus bienes, de su dignidad y, finalmente, para evitar reclamaciones, de sus vidas. Y así sucesivamente.

Luego Cervantes hablaría de la más alta ocasión que vieran los siglos, Hollywood filmaría escenas desgarradoras y bellísimas y Homero compondría la Ilíada, la gesta aquea de la toma de Ilión, de hermosos caballos. Pero nosotros, gentes del siglo XXI, preferimos el regreso azaroso de Odiseo, el de las mil argucias, antes que las rabietas épicas del niñato Aquiles. Leemos con gusto la sabia discreción y la angustia de un guerrero gastado por el tiempo y las batallas que conserva la verdadera lucidez para que su deseo más ferviente sea retornar a casa, dejar atrás la guerra y sus miserias, descansar junto a los suyos, de dónde nunca debió partir. Por eso ambas obras, Ilíada y Odisea, de ser del mismo aedo, Homero, son obras separadas por años de maduración, decantada la segunda de ellas por la experiencia del paso del tiempo.

Atrás se arrumba polvoriento el brillo de las armas, los cánticos del combate, las hazañas del honor y los lustrosos colores de las enseñas... toda esa bazofia sin sentido que sólo trae sangre, dolor y sufrimiento, escombros y ruinas, llanto desesperado y lágrimas inútiles, un ruido atronador y una ciega furia. Y "no nos quedará ya ni el recuerdo de que fuimos hombres un día", que dijo el poeta Seferis.

Y sucede que, en plena Navidad (si es que eso significa algo ya) hay guerra en la tierra de los "santos lugares". Hace sesenta años que existe Israel y, desde el primer momento, lo hizo a base de guerrear contra sus vecinos, a base de codazos a diestro y siniestro para hacerse con más territorio a expensas de la población palestina. Lo que había sido un conflicto colonial y una reparación de justicia tras la Segunda guerra mundial, derivada de los sufrimientos sin cuento de una población judía que anhelaba un Estado propio, se ha convertido en un episodio infame de guerra abierta o solapada que dura seis décadas y no tiene visos de solucionarse, amenazando incluso toda la región del Próximo Oriente y, por extensión, el mundo, tan dependiente de ésta. En esa guerra el estado hebreo se ha comportado en numerosas ocasiones como una máquina inhumana y atroz de exterminio y aplastamiento para la cual no han importado las víctimas civiles ni los llamamientos internacionales. Por ese motivo, y no otro, ha prendido en las gentes de Palestina, la llama de la resistencia y la lacra del terrorismo, pero el camino para vencerlos no es seguir en el mismo empecinamiento violento, no es aplicar de nuevo, una y otra vez, la ley del talión. Si Hamás se ha impuesto en Gaza, gran parte de la responsabilidad recae sobre los gobiernos israelís, como recae sobre la inconsciente política de Bush la actual situación en Afganistán o en Irak.

La franja de Gaza se ha convertido en este tiempo en el mayor campo de concentración de la historia. Aislados y menesterosos en extremo, pese a contar con apoyos árabes, los palestinos hacinados en Gaza se han transformado en un polvorín a punto de estallar que todo el mundo contempla desde el salón que presiden nuestras televisiones. Hasta que, desde el otro lado de un muro vergonzante, estos días es masacrada con fuego bíblico una de las mayores concentraciones de población del mundo. ¿No les suena a algo ya conocido? La historia se repite condenadamente. Y mientras tanto, de nuevo, esa entelequia para mentes bien pensantes llamada "comunidad internacional" espera la venida de un deus ex machina que, como en las comedias del Siglo de oro, arregle las cosas por sí mismas.

¿Cómo debía haber respondido Israel a la amenaza de los cohetes lanzados por Hamás desde Gaza? No lo sé. Posiblemente nadie lo sepa con certeza. Pero sí sé una cosa: así no.

Luis Grau Lobo

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