La dimensión de los héroes

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(Publicado en El Mundo de León, el 12 de abril de 2009)

 

Un seis de abril como el de hace unos días, pero cien años atrás, Robert Peary se convertía en el primer ser humano en alcanzar el Polo Norte. Según sus propias afirmaciones, pues su trayecto y cálculos siempre estuvieron en entredicho, ensombrecidos por la fraudulenta expedición previa de Frederick Cook, polémicos como tantas otras "hazañas" europeas en territorios "inconquistados".

Mermado, con los dedos de los pies amputados tras distintas congelaciones en anteriores intentos, y presa de una obsesiva ambición, Peary recorrió el Ártico durante más de veinte años, desesperado por alcanzar el ápice terrestre, pero su figura presuntuosa y severa no es muy celebrada hoy, tal vez a causa de la antipatía que se deduce de su avidez por el éxito.

Desde siempre las expediciones a los Polos han despertado una enorme sugestión: el hombre enfrentado a las condiciones más extremas, lanzado a la conquista de un mero punto en el mapa, que nada significa, salvo en lo simbólico, que nada es, salvo en el vano orgullo de llegar donde nadie lo había hecho antes, de pisar terreno nunca hollado. Pero sin duda que la gesta más popular relacionada con este reto, tan candente hace un siglo, es la carrera contra el tiempo (el atmosférico y el cronológico) de Amundsen y Scott. El noruego logró el Polo Sur el 14 de diciembre de 1911, algo más de un mes antes que el inglés, cuyo grupo sucumbiría poco después en las jornadas trágicas del que se ha denominado "el peor viaje del mundo", a tenor de las conmovedoras descripciones de sus diarios, que le han proporcionado posiblemente más renombre que si hubiera vencido. Amundsen, por su lado, fallecería poco más tarde en los intentos relacionados con sobrevolar el confín septentrional de la Tierra. Su cuerpo continúa perdido en el hielo ártico.

Pero de todas las hazañas polares hay una que, en los últimos tiempos, ha cobrado atractivo excepcional, y la ha hecho objeto de recientes documentales, libros y exposiciones (una de ellas ha recorrido España), pese a que en su día fuera considerada una más. El viaje de sir Ernst Shackleton a la Antártida para atravesar el continente helado por tierra, una vez alcanzado el polo austral por Amundsen, se iniciaba con, tal vez, el más bizarro anuncio publicado en la prensa jamás: "Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito". Más de 4000 hombres respondieron a esta singular oferta, y veintiocho de ellos se embarcaron hacia el sur los días previos al estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, una vez que su barco, el Endurance (paradójicamente denominado así, "Resistencia") fue atrapado y destrozado por los hielos del mar de Weddell, los hombres de Shackleton se vieron obligados a sobrevivir en las condiciones más extremas durante el inmenso invierno antártico. Y ahí comenzó lo que hizo de esta aventura un caso especial, la conversión de un fracaso estrepitoso en un triunfo de leyenda. Desde el primer instante en que renunció a alcanzar su anhelada meta, el objetivo de Shackleton fue la vida de sus hombres, el regreso de todos ellos a su hogar. Organizando la supervivencia con la meticulosidad, disciplina y flema del paradigma británico, los hombres del Endurance lograron lo más difícil: volver. Para ello, transcurridos meses de pavoroso y gélido aislamiento, Shackleton y cinco marinos hubieron de llevar a cabo una de las travesías más arriesgadas de la historia, pues en una barcaza guiada apenas con un sextante y buena dosis de intuición, se orientaron durante 1300 kilómetros de furia marina hasta alcanzar tierra poblada y dar noticia de su zozobra.

La escena del jefe de la expedición regresando meses después, tras varios intentos fallidos, a la inhóspita Isla Elefante al rescate de los veintidós compañeros a los que tuvo que abandonar, aún hoy emociona gracias al relato de uno de sus testigos: desde la cubierta del barco, aún en la lejanía, Shackleton fue contando ávidamente uno a uno a los hombres devastados que iba divisando mientras salían del improvisado refugio en el que habían padecido meses de suplicio. Su alborozo fue mayúsculo. No faltaba ninguno: todos sus hombres se habían salvado, contra todo pronóstico y toda lógica.

Shackleton tuvo, en su época, mala fortuna. Regresó al Reino Unido en pleno apogeo patriótico de los estertores de la Gran Guerra (1917), cuando la crónica de su viaje era, únicamente, la historia de un intento fallido. El explorador, además, moriría apenas un lustro después de regreso a uno de los escenarios de su odisea, la isla de Georgia del Sur, donde está enterrado.

Pero hoy día, junto a la seducción del fracaso (que también rodea con su aura romántica la mortífera expedición de Scott), el viaje del esforzado irlandés subyuga por su carácter de epopeya pero, sobre todo, por su sacrificio al servicio del fin más noble, por el cumplimiento del mayor de sus compromisos: velar por la suerte de los hombres bajo su mando, antes que cualquier otra consideración. El célebre anuncio periodístico fue premonitorio sólo en parte: la gloria y el reconocimiento no sucedieron al aparente fracaso del viaje. Pero el éxito fue regresar. Cumplir con la mayor de las responsabilidades. Esa es la lección de la expedición de Shackleton.

 

Luis Grau Lobo

 

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