Museos para un día, museos para una época

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(Publicado en El Mundo de León, el 18 de mayo de 2008)

En 1977 el Consejo Internacional de los Museos, organismo asociado a la UNESCO (ICOM en sus siglas inglesas, la ONG más antigua excepción hecha de la Cruz Roja) decidió en su Asamblea General celebrada en Moscú, la institucionalización del Día Internacional del Museo el 18 de mayo, fecha de dicha decisión, la fecha de hoy.

Hace tres décadas el Museo necesitaba de tal estímulo, como lo necesitan hoy otras muchas causas a reivindicar que celebran así mismo su Jornada mundial particular (van quedando pocos días libres, por cierto, para tantas como tenemos pendientes). Hoy, tras un período sin precedentes de expansión del fenómeno museístico, tras una eclosión que ha llevado al propio ICOM a estimar que más de la mitad de los museos fundados en el mundo lo han sido en este último período (que no es poco en una institución con más de dos siglos de antigüedad), un dato que en el caso español quizás haya que enfatizar, cabe preguntase, ¿es necesario este Día? ¿Es "necesario" el museo al fin?

No ha sido el nuestro el único período de proliferación museística a lo largo de la historia de Occidente. En la configuración actual de la idea de museo, de la noción de Patrimonio cultural que lo engloba, han resultado determinantes sucesivamente épocas en las cuales la consideración hacia el pasado ha desempeñado un papel de refugio intelectual, de ansia retrospectiva, de  parada y fonda ante la incertidumbre que provocaban los tiempos contemporáneos. Para esas etapas de la historia el presente no ofrecía anclajes sino zozobras, y un inmediato pasado que era tenido por más confortable, más "distinguido", acababa de ser liquidado al precio que supone este tipo de cambios: el de una crisis, dicha sea esta palabra en su acepción transformadora, no necesariamente negativa.

El mouseion y la biblioteca alejandrinos fueron, así, el refugio del ideal politano griego desmantelado por los sucesores de Alejandro, mientras que los tesoros catedralicios y monásticos medievales congregaron las reliquias del ámbito de lo sagrado junto a otro sancta sanctorum: los restos del saber rescatado de la "Edad de Oro" de la Antigüedad. Las cámaras de las maravillas (wünderkammer) que albergaban indistintamente naturalia y artificialia o la galería del coleccionista de pintura y escultura en el barroco, precedieron de forma sintomática e ilustre a la estirpe de los museos modernos, nacidos al amparo de la toma del poder por una nueva clase social. La burguesía empuñaba las riendas de la historia confinando el pasado a la interpretación, dirigida e instructora, de varias instituciones entre las que el museo destacó pronto como una de las maquinarias culturales más complejas y, por ende, más sensibles a los cambios sociales. El museo fue concebido como una herramienta destinada a interpretar el tiempo, a construir un presente y preparar un futuro. Todavía hoy, cuando el museo está en crisis como lo estamos todos, debe ser entendido así para tener sentido, legitimidad, razón de ser.

Toda civilización inmersa en un proceso de cambio decide refrendar el mismo a través de la configuración del museo, de un tipo particular de museo, de una perspectiva histórica acrisolada en sus paredes. Así la nuestra. Aquejada por el final de una ilusión, por la ruina de la idea optimista e ilustrada de progreso, liquidada pacientemente por un siglo, el pasado, repleto de dolencias del espíritu (del "malestar en la cultura" freudiano a la condena de la poesía por parte de Adorno), nuestro tiempo ha sido el de los museos. Pero también el de las construcciones, muchas veces artificiales, cuando no meros artificios, de una identidad extraviada, pastoreada al redil sedante y manso de las certidumbres museísticas, al refugio del pasado o del academicismo de lo contemporáneo en el caso singular, y muy significativo, de los museos del arte actual.

Espoleados por tamaño protagonismo, muchos museos no sólo compiten ahora por una audiencia cada vez más previsible y estereotipada, sino que pretenden acceder al territorio inocente y aséptico de la administración del tiempo libre, del pujante negocio del ocio, y lo hacen a base de renunciar a su idiosincrasia para compartir recursos y lenguajes con las llamadas (a falta de mejor vocablo)  "grandes superficies", medioambientes sociales destinados a dar asilo a ese tiempo sin destino que se agolpa durante fines de semana y vacaciones.

En muchas ocasiones apresamos nuestro pasado (y nuestro supuesto presente) y lo encerramos en las paredes del museo para que no suponga una rémora a un futuro que se nos echa encima y aún no comprendemos, para que no afecte, con su carga de capacidad crítica, de cuestionamientos, a nuestra vida diaria, a nuestros sueños inconfesados y comunes. Elaboramos en aquellos museos discursos light, interpretaciones sometidas a voluntades políticas y sociales interesadas que conforman una visión de las cosas cautelosa y lenitiva. Para esto no es necesario el museo. Cuando negamos al museo su capacidad de resorte, de acicate intelectual que, puesto que explica, cuestiona la realidad, actuamos con la reverencia estéril de los animales que toman el poder en Rebelión en la Granja, la feroz alegoría de Orwell, en una de sus imágenes más clarividentes: "Volvieron después a los edificios de la granja y, vacilantes, se detuvieron en silencio ante la puerta de la casa. También era suya, pero tenían miedo de entrar. Un momento después, sin embargo, Snowball y Napoleón empujaron la puerta con el hombro y los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado por miedo a estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra, temerosos de alzar la voz, contemplando con una especie de temor reverente el increíble lujo que allí había: las camas con sus colchones de plumas, los espejos, el sofá de pelo de crin, la alfombra de Bruselas, la litografía de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala. ... y no se tocó nada más de la casa. Allí mismo se resolvió por unanimidad que la vivienda sería conservada como museo. Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí animal alguno".

Luis Grau Lobo

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