(Publicado en El Mundo de León, el 4 de mayo de 2008)
Al hilo del bicentenario de la Guerra de la Independencia se suceden durante este año conmemoraciones, libros, actos, exposiciones y páginas, muchas páginas. En León, incluso, se ha vuelto a vindicar un alzamiento contra el francés que tuvo, como bien se sabe, tintes más propagandísticos a posteriori que verídicos, reverdecidos ahora por una suerte de leonesismo vocinglero y acrítico que se apunta igual a Fernando VII que al topo de la catedral.
Sin embargo, la guerra peninsular, como es conocida entre los británicos, aparte de un episodio no menor de las guerras napoleónicas ofrece una lectura interior, a efectos españoles, de gran trascendencia. En primer lugar supuso nuestro traumático tránsito al mundo contemporáneo, la primera y determinante liquidación del antiguo régimen (heredero en última instancia del feudalismo) pues por mucho que fuera reeditado posteriormente en distintas "restauraciones" se había emprendido un camino sin retorno. Pero la exportación, al paso de los ejércitos imperiales, de las formas políticas y sociales acuñadas en la revolución francesa tuvo en España un carácter incompleto (de "modernidad incompleta" en términos de Habermas) y trágico. El drama de los liberales españoles (de Goya, de Moratín...), fue comprobar como su admirada revolución era traicionada por el Imperio francés y, por si fuera poco, se convertía en el amparo ideológico de un invasor que pretendía modernizar el país a golpe de bayoneta. Esa revolución desde fuera, para el pueblo pero sin el pueblo diríase, fue rechazada de plano y con ella el baldón de "afrancesado" persiguió a quienes habían visto en Francia una oportunidad histórica y no a un enemigo represor. Así la tradición del liberalismo español surgió herida, aunque su espléndida puesta al día en Cádiz la redimiera y tal término, liberal, fuera así exportado a otros idiomas occidentales. Por cierto, que poco tiene que ver esa tradición liberal con la que pregona Esperanza Aguirre, sino con la que describe Juan Marichal.
El desprestigio del afrancesamiento explicará en parte la defensa a ultranza del rey Fernando por los resistentes. Un "deseado indeseable" al que ya su madre, en pleno golpe de estado fernandino contra su marido el rey Carlos IV, tildara de "marrajo" (dícese del toro que embiste a traición). Eso explicará después sucesos tan viles como la intervención de los Cien mil hijos de San Luis en ayuda del rey español: el francés era ahora el aliado que apuntalaba las viejas prebendas señoriales.
Pero 1808 es también el origen del mito nacional español. Más allá de los Reyes Católicos, los decretos borbónicos u otros, sólo esta fecha (y tal vez la más reciente constitucional) unió las voluntades populares en un sólo y anhelado objetivo: expulsar al invasor. Hubo de ser la presencia de un enemigo común la que congregara a los pueblos peninsulares en una lucha al unísono extendida a todo el territorio por otra fórmula inventada en esta tierra: la guerra de guerrillas, síntoma inequívoco de la implantación de ese odio y ese sentimiento común, versión castiza de la "nación en armas" acuñada por la Francia revolucionaria (otra lección de la historia: las invasiones tienen mal futuro, léase Iraq).
A partir también de ese momento España se redefine como un reino casi exclusivamente europeo, pues entonces se abre un proceso emancipador en América, de manera consecuente con las ideas en boga, que cierra su círculo en 1898 con la pérdida de las últimas colonias de ultramar. Quedaba así configurada, liquidado su papel de potencia colonial pese a los epígonos africanistas, una España más modesta, más acorde con sus facultades contemporáneas. Un siglo, el XIX, en fase de reivindicación historiográfica, en el que exportamos otros términos políticos de dudosa honra: golpismo, pucherazo, caciquismo, absentismo... pero en el que se configura, pese a todo ello, un país muy diferente al anterior, el nuestro.
Un siglo que se inicia a cuchilladas con los mamelucos en la Puerta del Sol y culmina en el desastre de Cuba (o en el de Annual). Un siglo en el que el pueblo protagonizó los momentos más relevantes, aunque casi siempre lo hiciera con su sangre, no con su voz. Porque 1808 es también, y sobre todo, la fecha de un gran fracaso, el del poder establecido. Ni la monarquía ni sus diferentes órganos de gobierno, civil o militar, estuvieron a la altura de las circunstancias, a la altura de esta excepción. Todos hicieron dejación de su papel, amedrentados por la fuerza del adversario, barridos por la pujanza de los cambios. Su inanición, ese vacío de poder, situó al pueblo como protagonista de sus destinos, organizado en Juntas o aparentemente desorganizado en partidas armadas, en una resistencia feroz y desesperada. Un pueblo que, por primera vez en España, asumía sin complejos un papel decisivo en la historia, tomaba las riendas de
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