(Publicado en El Mundo de León, el 20 de abril de 2008)
Hace días una sentencia pionera en nuestro país rechazaba la construcción de una estación de esquí en San Glorio mediante el argumento, entre otros, de los efectos del cambio climático, de la variación incontrolada de las condiciones medioambientales. Este asunto es, sin género de dudas (más allá del caso concreto), el tema de nuestro tiempo, en frase de Ortega, tal vez el de todos los tiempos a partir del nuestro.
La presencia del ser humano sobre la Tierra se ha caracterizado desde sus orígenes por su facultad para transformar el medio natural, por adaptar el ecosistema a sus necesidades y requerimientos como especie. Más allá de índices antropométricos o fósiles, el género homo se reconoce porque crea, fabrica (homo faber, habilis, ergaster), actúa para modificar su entorno. A lo largo de sus escasos cientos de miles de años en este planeta, ha producido dos trascendentales saltos tecnológicos y culturales que han supuesto un repentino (en términos históricos) y exponencial aumento de tales facultades. Los conocemos como las dos grandes revoluciones de la historia de
Ambas crearon nuevos mundos intelectuales y colectivos, de forma que la humanidad no volvió a ser la misma, no hubo vuelta atrás, como no la hay en
Ya desde los ochenta diversos indicios hoy irrefutables (desde el nivel de ozono atmosférico a las oscilaciones pluviométricas y térmicas) dieron la voz de alarma: la escala de la acción humana ha desbordado la capacidad de resistencia y autorregulación del planeta, hemos pasado un límite que pone en riesgo el escenario en que se asienta nuestra apuesta vital, todo lo que conocemos. No se trata, ahora lo sabemos con certeza, sólo de un calentamiento (el "efecto invernadero") sino de más aún: un desequilibrio y efecto dominó que amplía la incertidumbre climática y desestructura su funcionamiento, poniendo en riesgo formas de vida basadas en un statu quo cuyo futuro se torna incierto.
Pero no se hizo nada. El ecologismo fue desacreditado y escarnecido durante décadas, aunque ahora sabemos que fue la única actitud responsable, a pesar de sus errores y sus excesos de juicio o de imagen. No se hizo nada, e incluso, en el colmo de la hipocresía, se llegó a esperar que los efectos devastadores de la industria moderna y del cambio de clima se circunscribieran a zonas del planeta que eran más frágiles, menos preparadas. Y eran pobres. Si para las sociedades preindustriales la pobreza era inevitable, para las industriales se antoja imprescindible.
Sin embargo, algo ha cambiado en las interpretaciones del fenómeno que se hacen a escala mundial para que podamos esperar una reacción, una operación de gran magnitud, una última revolución que nos permita continuar habitando (y explotando) el mundo. Dos cambios de perspectiva que quizás nos salven.
En primer lugar hoy sabemos que el cambio del clima pone en riesgo la propia habitabilidad del planeta por el ser humano, su supervivencia. No se trata ya de salvar especies amenazadas o ecosistemas en peligro (aquello que parecía un "pasatiempo" de las sociedades avanzadas), sino que distintos y documentados trabajos analizan ya "el mundo sin nosotros". Tal hipótesis describe un entorno que se regeneraría tras nuestro paso y seguiría su andadura sin la torpe especie que se suicidó acelerando y protagonizando la sexta extinción: una más de entre las que nos consta en el registro paleontológico, pero para nosotros la única, y
Y en segundo término, quizás más importante aún para confiar en una reacción, el cambio climático es un mal negocio. Antes nadie le hacía mucho caso pues costaba demasiado y además, arruinaba ciertos emporios. Pero como sucediera con otros negocios fracasados a la postre (el tabaco, por poner un caso), diversas entidades no sospechosas de ecologismo o alarmismo, han constatado que las pérdidas económicas (no humanas, no ecológicas, insisto) debidas a este fenómeno y sus manifestaciones (el Niño, los "katrinas", sequías, diluvios...) son enormes, y el saldo contable, en resumen, es formidablemente negativo a efectos globales, muy por encima de intereses particulares, empresariales o nacionales. Por supuesto mucho más ruinoso que seguir con el actual modelo de explotación de los recursos. Gracias a cuentas ya echadas en Estados Unidos o el Reino Unido entre otros, quizás quienes pueden y deben, hagan algo. Porque luchar contra el cambio del clima no es sólo un asunto de alternativas energéticas o de contención industrial, sino que se trata de un cambio de paradigma en el comportamiento de las sociedades, sobre todo de las avanzadas, aquellas que consumen más recursos por habitante de los que pueden producirse. No hay mundo para todos viviendo como lo hacemos en Occidente. Y a ver quién dice a chinos o indios, entre otros, que no hagan ahora lo que hemos estado haciendo durante más de un siglo. El cambio necesario es tan radical, tan distinta ha de ser nuestra forma de vida, que no sólo está a la altura de las revoluciones neolítica o industrial, sino de la propia evolución como especie, de la propia supervivencia. Es un reto decisivo, un dilema.
Siento que San Glorio haya pagado los platos rotos, necesitan y merecen una alternativa y quizás ser los primeros les prepare para hacer algo mejor, pero todos los pagaremos más tarde o más temprano. O eso, o se acabó. Así de sencillo. Y así de difícil.
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