Las gafas de Allende

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 (Publicado en El Mundo de León el 29 de junio de 2008)

 

Presidiendo la plaza de Armas de Santiago, el bello edificio colonial de la antigua Audiencia alberga uno de los mejores museos de Chile, el Histórico Nacional. El itinerario recorre la historia de este país fascinante desde las inaugurales culturas andinas, entre las que quizás estuvieron los primeros pobladores del continente cuyas huellas se rastrean ahora en los bosques magallánicos, hasta sus acontecimientos más recientes. La última pieza que se exhibe en sus renovadas salas es un objeto sencillo y emocionante. Se trata de las gafas del presidente Salvador Allende. Se exponen solas, en una vitrina vertical y blanca, a la manera de una reliquia delicada pero con la presencia categórica de un símbolo. Se trata de un objeto fragmentado, apenas una mitad desbaratada y carbonizada en parte, rota y polvorienta, pues nada en ella se ha restaurado o limpiado de la forma en que apareció entre los escombros, y sin embargo guarda en su desamparo la misma fragilidad tozuda que el sistema al que representa ahora en el museo, la democracia. Los lentes de Allende eran acentos de pasta oscura gracias a los que la fatiga de su mirada miope quedaba restablecida y hasta vigorizada por un cerco de certidumbre quebradiza y audaz. Nada más revelador de la debilidad humana que las cosas cotidianas sin las que la vida es más penosa, nada más elocuente que los vestigios resquebrajados de su devastación, que esta presencia ausente, la entereza de un hombre rememorada gracias a unos pedazos de cristal, de plástico, metálicos.

Junto a este objeto personal, un breve texto narra la forma en que fueron halladas y cómo llegaron al museo. Una mujer, casi por una casualidad no exenta de peligro, las recuperó entre los cascotes del Palacio de la Moneda mientras los soldados las buscaban con afán pero sin afición, tras haberse llevado el cadáver. Las guardó como un tesoro durante décadas, las décadas sombrías de la dictadura pinochetista, para entregarlas al museo de su país una vez recuperada la democracia, una vez erradicado el miedo.

Aquellos cristales transparentes que sintonizaban la mirada de Allende con la de su interlocutor fueron sustituidos violentamente por unas lóbregas gafas oscuras que ocultaban el pensamiento y el engaño de quien había sido elegido jefe del ejército por el propio presidente. Las turbadoras gafas de Pinochet, acompañadas de un rictus vengativo escondían la antesala de una negrura infinita. Existe una frase atribuida a Pinochet que quizás sea una leyenda urbana pero que define con sorna a un personaje y a un tiempo. Se cuenta que para justificar el golpe afirmó algo así: "el país estaba al borde del abismo y los militares dimos un paso al frente". En efecto, el abismo en que cayó Chile aún hoy asombra por su profundidad, por su desquiciante hondura y tiniebla.

Hoy día, el Chile de Bachelet es un país extraordinario. Lo ha sido siempre, geográfica y culturalmente, pero su actual coyuntura lo sitúa entre los más desarrollados económica y socialmente de América latina, con un gobierno muy considerado en el extranjero y, pese a ciertas tensiones internas, valorado entre una sólida mayoría de sus ciudadanos. Sin embargo, en las conversaciones, las chanzas, la forma de vida y en el espíritu de los chilenos se siente gravitar la ignominia de la dictadura. En sus alusiones a una época aún demasiado cercana se mezcla la amargura por aquellos tiempos de asesinatos, torturas y opresión con una lógica animadversión hacia quienes lo provocaron, hacia quienes no hicieron nada por impedirlo. Las clases oligarcas, acostumbradas en Chile y en toda Latinoamérica (parte del legado español) a atrincherarse en el poder pese a quien pese y a utilizar las reglas de juego sólo mientras les favorecen, fueron el aliado inexcusable de una política exterior estadounidense que, sin género de dudas, no se detuvo hasta que un golpe militar triunfó aquí y en los demás países del Cono sur. A costa de la ilusión de un pueblo, de la alternativa democrática al socialismo ruso y chino, de la vida de muchos hombres entre los que el presidente Allende fue el primero.

El pasado jueves fue el centenario del nacimiento de Allende, y aunque hace treinta y cinco años que se produjo el asalto al palacio presidencial que acabó con su vida, los acontecimientos históricos iniciados entonces aún no se han cerrado, como no se cierra ningún asunto hasta que el tiempo hace con él lo que debe: ajustar cuentas. Aún no ha habido justicia. Y Kissinger sigue contando entre los premios Nobel de la Paz. De ese mismo año, 1973. En algunas ocasiones la historia comienza a escribirse más cierta, más justa, más allá de la solemnidad de los galardones internacionales, desde la humilde y quebradiza vitrina de un museo.

 

Luis Grau Lobo

 

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