Laicidad

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(Publicado en El Mundo de León, el 13 de julio de 2008)

 

"España ha dejado de ser católica". Esa afirmación de Manuel Azaña en su famoso discurso del 13 de octubre de 1931 en las Cortes, aún hoy, setenta y siete años después, causa ampollas entre determinados sectores de la derecha del país. Pero no cabe duda de que así ha sucedido y, lo que es más, es natural que así sea. En estos días se vuelve a discutir sobre la laicidad del Estado, que, en Europa y en pleno siglo XXI, es algo así como discutir sobre la frialdad del hielo o la condición oleaginosa del aceite. El estado democrático o es laico o no es democrático al cien por cien, pues este principio de laicidad, como otros preceptos del sistema, garantiza la separación de las instituciones del Estado respecto de las organizaciones religiosas, o sea, su independencia respecto de organismos que responden a una determinada moral, a una ideología concreta, a un sistema de valores particular. Es una garantía de imparcialidad en el terreno de las creencias.

Surgido como parte del movimiento ilustrado, fruto maduro de la crítica a los siglos de maridaje entre las iglesias y el poder político, el carácter no confesional del estado (y en este sentido distingos entre "no confesional" y laico carecen de relevancia) invita a que las convicciones religiosas, como cualquiera otra, pasen a ser un derecho individual, y nunca una obligación oficial. Cabe reseñar en este contexto que la democracia no se define tanto como el sistema que obedece a las mayorías, sino como aquel que protege a las minorías de los abusos de aquellas.

No es preciso pues preguntarse qué es un Estado democrático y laico, aunque quizás sí lo sea saber en qué podemos garantizar la laicidad de ese Estado frente a contaminaciones ideológicas y sistemas de creencias prescindibles para el buen curso de la vida en sociedad. La eliminación de símbolos y presencias religiosas en los actos institucionales, el riguroso tratamiento a las confesiones religiosas como lo que son, una alternativa ideológica entre muchas, cuyas manifestaciones, públicas o privadas, deben regularse por idéntico rasero; la salvaguarda de una enseñanza pública exenta de compromisos con los dogmas confesionales, la regulación de la aportación económica para su financiación en función de su interés general, o sea, de su servicio a la sociedad... son asuntos en torno a los que muchos católicos están ya de acuerdo pues coinciden, de forma clarividente, en que todos ellos garantizan la independencia de su credo y lo fortalecen en un mundo que reserva importantes papeles a las organizaciones no gubernamentales, a las filosofías de comportamiento o a las explicaciones finalistas de la realidad, como es el caso de muchas religiones. En definitiva, se trata de la consideración de la religión como una faceta de lo privado, y de las instituciones religiosas como organizaciones que reúnen a un colectivo como cualquier otro.

De poco sirve que algunos católicos reivindiquen historia o tradiciones pasadas, como si la historia o la tradición por sí mismas, por el hecho de ser pasado o costumbre, fueran siempre ejemplos edificantes a seguir. Hay quien incluso se aviene a proponer una "laicidad sana" (se supone que frente a otra enfermiza), en un claro ejercicio de prepotencia moral, síntoma del comportamiento precisamente de quien pretende otorgarse la facultad de tales diagnósticos sobre asuntos de moral pública.

Se dirá también que el Estado tiene sus propias creencias. Cierto, aunque más bien se trate de principios, el precio a pagar para quienes se benefician de su existencia. Y, sobre todo, no cuestionan el desarrollo de otras, sino que las amparan. Precisamente una de ellas es esa: la laicidad de su comportamiento institucional, lo que no excluye la religiosidad del proceder particular y, además, lo garantiza y lo protege.

Frente a este sencillo estado de cosas, la iglesia post-Vaticano II y la española por señas más precisas, se ha atrincherado en posiciones maximalistas, que ni siquiera comparten sectores moderados de su propio clero, procurando que la defensa de dogmas trasnochados se convierta en una especie de lábaro bajo el que se reagrupen sus fuerzas. Nada más equivocado e inoportuno. Como demuestran los cambios sociales de nuestra democracia, sólo aquellos que han sabido evolucionar con el cuerpo social mayoritario sin perder sus valores, han estado a la altura de los tiempos y no han sido barridos por ellos. En sociedades que han progresado como la nuestra, la moral colectiva mayoritaria suele desplazarse hacia posiciones que, en un momento dado, son consideradas parte del pacto social, parte de la ética mayoritaria, parte de la forma de ver las cosas del común de los ciudadanos. Así ha sucedido con asuntos en los que la iglesia romana, enrocada y levantisca, se ha quedado atrás de forma tan torpe como cavernícola: los anticonceptivos, el aborto, el matrimonio, la propia igualdad de los sexos, la enseñanza de la religión en las aulas... La iglesia católica tiene, puede y sabe usarlos, mecanismos para que sus enseñanzas se produzcan en el ámbito privado, de forma que los niños católicos acudan a la clase de catolicismo tras sus horas lectivas comunes igual que acuden a otras muchas enseñanzas extraescolares. Pero no puede pretenderse que un adoctrinamiento tal sea financiado y amparado por la enseñanza reglada.

La inmensa mayoría de los ciudadanos españoles no asiste a misa, los matrimonios civiles están a la par con los religiosos, que además, como sucede con los bautizos, las comuniones y demás ceremonias, se celebran más por tradición familiar que por fe. Se celebran también por falta de alternativas laicas, pues el Estado no ha desarrollado un protocolo, una pompa equivalente en el terreno de lo público, con sus símbolos y sus ritos, que pueda complacer los legítimos deseos de quien celebra un acto social trascendente. En fin, los católicos están en retroceso, aunque para borrarse de este club haya que hacer más papeles que para darse de baja de una compañía telefónica.

Azaña veía tres problemas pendientes en España: el social, el autonómico y el religioso. El primero sigue pendiente, aunque tiene otras formas de manifestarse (paro, inmigración, etc.). El segundo está también en el alero permanente de esta España por vertebrar, pues los tiempos nos llevan hacia otras formas de Estado. El tercero, el único puramente ideológico de los tres, posiblemente se ha solucionado por su propio peso. Sólo hace falta darle al César lo que es suyo.

 

Luis Grau Lobo

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