(Publicado en El Mundo de León, el 27 de julio de 2008)
Hace unos días saltaba una noticia, no por barruntada menos llamativa, en el terreno de la historia del arte: El Coloso, uno de los cuadros más singulares de Goya, puede que no sea de su mano, según concluyen los expertos del Museo del Prado en un raro (y atrevido) gesto informativo, teniendo en cuenta que es el propio museo quien plantea retirar tan copetuda atribución a una obra suya. En plena temporada de agitación goyesca (la segunda exposición más vista del Prado es Goya en tiempos de guerra, recién clausurada), El Coloso reabre la discusión sobre la firma de algunas de las pinturas más bizarras y fascinantes de la historia del arte europeo antes del siglo XX, en especial las de la Quinta del Sordo o también conocidas como pinturas negras. Aunque más allá de la polémica, el interés particular de este caso residirá en las argumentaciones y debates científicos por venir y en la caracterización de una mano, la del único discípulo reconocido del de Fuendetodos, el valenciano Asensio Juliá, a quien se atribuye ahora el lienzo, un excelente pintor por otra parte al que quizás haya que empezar a mirar de otra manera. Pero bajo este asunto yace una cuestión más general, sobre la idea de autoría, y, por extensión, de la de marca.
Es esta una obsesión moderna, ajena o muy diferente durante la mayor parte de la historia de la cultura occidental y extraña al arte universal en gran medida. La idea de creador, de artista, es una construcción mental que se ha forjado fundamentalmente en tres momentos: el Renacimiento, cuando el quehacer artístico se independizó del trabajo artesanal y ganó la consideración de actividad liberal (en España habría que esperar a que Velázquez pudiera añadir la Cruz de Santiago a su efigie en Las Meninas); el Romanticismo, que perfiló la imagen del genio torturado en pugna con la realidad y las limitaciones humanas, y las Vanguardias históricas del siglo pasado, en las que adquirió carta de naturaleza una libertad absoluta, henchida de contestación y compromiso, cuyos rescoldos aún hoy aprovechan muchos que gustan de aquella sin pasar por estos. El ulterior desarrollo mercantil de este concepto ha dado lugar a la noción de marca, al prestigio de un nombre en sí, supuesto garante de una calidad (mensurable en términos económicos) que se supone al mismo. Una noción expansiva en nuestros días, una auténtica "burbuja" de la realidad de las cosas.
Sin embargo, antes todo había sido muy diferente. La pericia manual y la individuación del trabajo eran conceptos separados, de manera que en la mayoría de los casos, y salvo nombres y obras muy concretas, resultaba y aún resulta difícil deslindar manos, personalidades e incluso contextos, y las obras artísticas se comportaban más como creaciones colectivas que particulares, fruto de una serie de artistas pero también de ideólogos, promotores, iconógrafos... y, en última instancia, del ambiente social y de la tradición formal a la que responden íntimamente y pertenecen sin que puedan o quieran renunciar a ellos. Denominaciones académicas como maestro, escuela, taller, seguidor... o el mero anonimato muchas veces sólo esconden o reflejan un estado de cosas que puede ser difícil de entender con nuestros parámetros mentales. Lo mismo sucede con nuestras modernas creencias acerca de la propiedad intelectual. En el pasado era frecuente la manipulación o mero uso de obras anteriores o coetáneas sin rubor o sin mesura, sin percepción de las nociones, también recientes, de plagio o copia, pues se trataba de un bagaje a disposición de una sociedad que lo administraba sin tasa, de un uso que solía enriquecerlo, que no era la propiedad exclusiva de nadie. El tiempo distinguía al fin a quienes respetaron la dignidad última de la obra, por mutación o por mejora, sepultando a quienes la hubieran empobrecido. La sublime indignación de Cervantes contra Avellaneda no es tanto por su plagio como por haber hecho de su criatura una plana y simplona caricatura.
Algo así vuelve a suceder en nuestros días, con las salvedades que exige el hecho de comparar épocas históricas tan dispares. Contra los derechos que blindan hoy día la creación, ese inmenso negocio, sean estos físicos o intelectuales, los del copyright u otros, contra el imperio de las SGAEs del mundo, se alzan medios en los que la información fluye sin aparente control y la creación autónoma se difumina en un paisaje amalgamado de contribuciones variopintas, anónimas o, simplemente, colectivas. Medios en red, no jerarquizados ni, por tanto, estructurados de antemano, dispuestos para la circulación de la información (e información en sí: recordemos a McLuhan) a los que todos recurrimos, en los que todos bebemos a la hora de "crear". Está en marcha la construcción de una nueva tradición, de un nuevo venero -¿inagotable?- de referencias y relaciones, de un nuevo paradigma de
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