La cúpula de la discordia

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(Publicado en El Mundo de León, el 23 de noviembre de 2008)

 

A mediados de esta semana se inauguraba el techo abovedado que Miquel Barceló ha decorado para la sala XX del Palacio de las Naciones, sede de la ONU en Ginebra, cuya financiación ha corrido por cuenta del gobierno de España y una serie de empresarios del país. Su, en apariencia elevado coste, que, al parecer también ha conllevado el gasto de una partida presupuestaria destinada a Ayuda al desarrollo (no directamente asignada a combatir la pobreza), ha desatado la consiguiente polémica política, bronca incluida, que, aunque ya se había generado antes sobre el coste y oportunidad de la obra, ha alcanzado estos días cotas bochornosas.

Los interiores centrales abovedados son una constante de la historia del arte, de las formas habitadas por el hombre, y remiten invariablemente al simbolismo primero del útero materno, a las cavidades ancestrales en la que se desarrollaron los primeros milenios de vida del ser humano. A partir de ese principio alegórico, toda estancia coronada por un techo curvado, más si su planta es circular, ha alcanzado altas cotas de significación cultural, ya en hipogeos y tumbas (megalíticas, etruscas... por citar sólo algunas), ya en templos y salas de aparato, de la estremecedora geometría del Panteón romano a la armonía haendeliana del Albert Hall londinense, pasando por las incontables versiones de un tópico referencial de la arquitectura occidental, de Palladio a Gehry.

Hubo un tiempo en que las épocas llegaron a medirse por este tipo de  realizaciones que sólo los poderes públicos podían promover. Así, hay quien opina que, pese a sus turbulencias y miserias, el Renacimiento italiano es un período portentoso de la historia de la humanidad, que comienza en la cúpula de Brunelleschi para Santa María dei Fiori y culmina en la de Miguel Ángel para el Vaticano. Al cobijo de todas esas exhibiciones arquitectónicas y urbanísticas quedaba un ámbito extraordinario para el lucimiento de los pintores, que, encaramados al andamio, siguieron la estela de los grandes muralistas volteando sus frescos al techo, como hiciera también el Buonarroti en la Sixtina, con lo que se inauguraba la gran época de las bóvedas pintadas, el barroco. Durante esa etapa, desde los Carracci en el palacio Farnese a los juegos ópticos del padre Pozzo en San Ignazio, ambos también en Roma, la plementería de edificios civiles y religiosos fue ocasión para el desarrollo de ambiciosas escenografías olímpicas, glorias, paraísos, edenes y arcadias que apabullaban la mirada turbada e incrédula del fiel y del huésped. El cielo, el que cada uno lleva dentro, estaba al alcance de los ojos. Y así, Luca Giordano lo trajo a este mundo en la sublime bóveda del palacio del Buen Retiro en Madrid, quizás un precedente tenido en cuenta en el firmamento ginebrino de Barceló.

La planta circular abovedada o cupulada supone una representación del mundo, la construcción de un universo a escala en el que la superficie interior, cóncava, de su cubrimiento asume y remeda la aparente curvatura del cielo y permite comunicar lo terrenal y lo celeste en un mismo y significado espacio. Tal recinto arquitectónico se torna así un "axis mundi" a la manera en que Mircea Eliade lo describe, un espacio "religioso" en el puro sentido del término, destinado a religar ambos planos de lo real. Barceló ha entendido y enriquecido esa tradición ejecutando en esos 1400 m2 un piélago de estalactitas coloristas y cambiantes, que sitúa sobre las cabezas del espectador un universo sosegante e inquieto a la vez. Una creación soberbia que tiende puentes a la historia de las formas y se manifiesta con la potencia de los celajes y trampantojos barrocos, pero también con la de la abstracción expresiva de la mejor tradición contemporánea, aquella que rompe los moldes del lenguaje artístico occidental para convertirse en una obra universal, entendible en Malí o en Taipei.

No se ha distinguido España por un papel determinante de sus artistas en obras diseminadas fuera de nuestras fronteras gracias al patrocinio público. Del templete de San Pietro in Montorio, obra cumbre de Bramante, financiado por los Reyes Católicos en la colina del Gianicolo (hoy en el patio de la Academia española, aún territorio hispano), a la financiación de los murales de Sert también en Ginebra o, si me apuran, del Guernica para la exposición parisina de 1937, bien pagado, por cierto, aunque nadie cuestione ya ese precio.

Esta misma semana, de manera paralela a la reunión financiera de Washington, la cultura francesa sacaba pecho espoleada por la grandeur enardecida de Sarkozy, y reunía a sus santones en un sarao autocomplaciente celebrado en el palacio papal de Avignon. Que quieren que les diga, por una vez prefiero la versión de la cultura española. Sólo me hace dudar de ello el poco sentido de estado, nulo gusto estético y copiosa mala baba del partido de la oposición.

 

Luis Grau Lobo

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