(Publicado en El Mundo de León, el 19 de julio de 2009)
En "Las ciudades invisibles", el maravilloso libro de Italo Calvino, que también puede leerse como uno de los mejores sobre urbanismo que se hayan escrito jamás, el gran Kublai Kan invita a Marco Polo a que describa su imperio a través las muy diversas ciudades que lo componen y entrelazan. Polo se inventa sus recuerdos, o los compone a gusto del Emperador, pues comprende que si el propio Kan no conoce la situación de su vasto dominio posiblemente es porque éste no reside sino en la imprecisa sensación de vislumbrarlo a través de los ojos y la palabra de un embajador. Lo importante para ambos será al fin el deseo cumplido de evocar cada uno de los rincones en que se desenvuelve la vida de sus súbditos, pues no otra viene a ser la ciudad, las ciudades, sino el cálculo infinitesimal y quimérico de los hombres que la habitan y de las palabras que la nombran.
Todas las ciudades, además, guardan en la presencia y la ausencia de su pasado los indicios y signos de las ciudades que la precedieron de otra manera y tal como aparece ante nuestros ojos. En las trazas de sus calles y edificios, en su subsuelo, en sus ruinas, en los nombres de sus vías y plazas, en la exhibición de sus símbolos e inscripciones, de sus fiestas y lutos, en sus museos, bibliotecas, teatros y otros lugares públicos, pero también tras las paredes que custodian universos vedados y recelosas historias de otro tiempo.
Hemos machacado con saña nuestras ciudades durante las últimas décadas, sin importarnos demasiado interpretar las señales que guardaban de nuestra propia biografía. Nos arrepentimos públicamente de los desmanes constructivos de los setenta pero volvimos a cometerlos en los noventa, de tal forma que lugares que antes permanecían inalterados durante generaciones, ahora apenas son reconocibles en el estrecho lapso de una juventud. Renunciamos sin proponérnoslo a los escenarios de nuestros juegos infantiles. Hemos relegado a la condición de guetos los cascos históricos y les hemos rodeado de farallones con ventanas, de formaciones absurdas de insípido hormigón; nos han importado más los edificios que
Un reciente libro de Juan Carlos Ponga, afanoso escrutador de su ciudad, nos ha puesto frente a lo que fuimos y, quizás, frente a lo que seremos. En "León perdido", un registro fehaciente de edificios singulares desaparecidos de
El tono sepia (intencionado o no) de las fotografías que rescatan ese botín de náufrago urbano que son los edificios y espacios desaparecidos antes de los albores de nuestra memoria personal, nos pone a salvo de la melancolía como si de un mundo ajeno se tratara. Los personajes que aparecen de soslayo, atrapados para siempre en actitudes cotidianas, a veces enigmáticas, tampoco provocan identificación, sino apenas la empatía de saberles parte del paisaje aunque no lo quisieran, especie de atrezzo que certifica la antigüedad de las calles que nos interesa mirar. Sin embargo, de pronto, en alguna de esas imágenes surge algo que nos atrapa con la garra poderosa del recuerdo: un rincón, una casa, una perspectiva que guardamos en nuestra retina, que es nuestra por derecho propio, y que, en un primer momento, no reconocemos. Es nuestra ciudad pero parece otra. Ahí está algo que sabemos sigue en su sitio pero a su alrededor, en su vecindad, hay cosas que no identificamos. Como cuando reconocemos costosamente a alguien querido a quien no vemos desde hace mucho tiempo y bajo su envejecimiento evidente nos sorprende una mirada familiar, un gesto sabido, y pensamos que nosotros mismos resultaremos así a su vista. Que seremos futuros figurantes de un álbum similar, de una fotografía color sepia que no sabemos cuándo nos han hecho.
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