(Publicado en El Mundo de León, el 5 de julio de 2009)
Hace unos días tuve ocasión de mostrar León a unos colegas suramericanos de paso por España y, aparte de justificar la falta de apertura pública de muchos de los atractivos monumentales de la ciudad, me vi en la laboriosa tesitura de explicarles los muy distintos y a veces enigmáticos distintivos y señales que surgen por doquier en nuestras calles, como en tantas poblaciones, sin que muchas veces sirvan para otra cosa que hacer "ruido" urbano, esto es, anunciar sin informar. Que si el camino de Santiago y sus veneras de bronce, que si la desvanecida ruta romana y sus caligae incrustadas en el suelo o sus ladrillos romanos aupados a catafalcos horteras de mármol, que si un virtual y arrasado León hebreo señalado por el mapa de Sefarad caligrafiado también en bronce, por supuesto... En fin, que, como sucede en el mundo de la economía, el producto ha sido sustituido por su marca, la ilustración por la propaganda, el objeto por su etiqueta.
Y así parece va a ocurrir ahora con la última frontera del patrimonio cultural, convertido ya en mercadería al por mayor: la cultura inmaterial. Según una definición aquilatada ya en distintas reuniones de ICOMOS e ICOM, los organismos de la UNESCO para estos temas, el patrimonio inmaterial se manifiesta como algo inasible, espinoso de proteger por su falta de materialidad. Debido a ello, de él se suele venir preservando más bien un soporte en que se graba el testimonio de su celebración, en términos muy similares a como se documentan las performances o las instalaciones efímeras del arte contemporáneo, de quien toma, aunque parezca contradictorio, gran parte de su caracterización conceptual.
Sin embargo, las tradiciones, costumbres y hábitos culturales suelen ser reacios a su preservación en términos de fijación patrimonial, una suerte de congelación que si en el caso del resto del patrimonio cultural acarrea contradicciones, en este asunto incide de manera determinante sobre su personalidad básica, la de unas manifestaciones que permanecen, sobre todo, vivas y, con ello, cambiantes, que se desarrollan y transforman, que se comportarían como un animal salvaje a quien se recluyese en cautiverio. Así, una vez que el silbo gomero empezó a ser protegido tal un lince de Doñana ingresado en un zoo, su natural evolución, su singularidad cambiante, es obstaculizada, cercenada en aras de una pureza que no existe y que le acaba por convertir, en manos de las normas y la burocracia, en manos de los mercachifles del ramo, en un puro fósil. Se acaban por dar absurdos, como el que supone que el "Asturias, patria querida" no puedan cantarlo los borrachos asturianos, pues sólo allí, convertido en himno oficial, puede multarse su uso irreverente.
Y ahora le toca al Filandón, embutido por obra y gracia de nuestro ayuntamiento -¿cuántos filandones promueve?- en concursante de otra de estas "operaciones triunfo" vía internet y sms que tanto gustan. Ya sucedió con las vidrieras de la catedral: el edificio no lo había logrado y se propuso una parte de él, en el límite de lo absurdo, para que entrara en esta categoría antaño de prestigio y hoy mera vitola turística que se llama "Patrimonio de la humanidad" ("patrimonio mundial", dicen los franceses con más juicio), como si el resto fuera herencia de otra especie. Así también pasó recientemente con San Isidoro, como si su pugna en la lista de "mejor edificio románico" le restara o añadiera méritos. Como si tuviera que haber liga de monumentos además de la de fútbol. Ya sé que está muy bien para que el sector turístico, de vacas flacas como todos, prospere a costa del atractivo patrimonial del país, pero al menos que se reconozca que en nada beneficia a ese patrimonio inmaterial su promoción a escala planetaria en estas listas de ventas.
Decía más o menos Julio Caro Baroja, uno de nuestros mejores antropólogos, que toda tradición si se hace consciente se convierte en folclore. Folclore en el mal sentido de

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