Nos recibe en la entrada del Museo, como un presagio del verano que ya está con nosotros, con un aire de pereza indolente a su alrededor y hacia su propio cuerpo, tan lejos de los cánones de belleza actuales. No sé nada sobre esta escultura de antemano, salvo que es obra de Pablo Serrano realizada en 1953 - como me informa el cartelito que la identifica en su base- y que se titula "Hombre andando por la playa".
No es el gran escultor de Crivillén conocido en especial por este tipo de piezas. Más notoriedad y transcendencia han tenido sus composiciones abstractas, en la senda fructífera de
En esta estatua de cuerpo entero y tamaño natural también se encuentran trazas de sus celebradas series de retratos, aquellos en los que los rostros conocidos de Machado, Gaya Nuño, Aranguren... o las aposturas de Unamuno, Ponce de León o algunos reyes españoles, entre otros, se transmutaron, en palabras del artista, para encontrar su yo interior, deformados o expresivizados por su mano para destilar una esencia carnal más cercana a la efigie del alma que a la del rostro. De hecho muchos de ellos nos parecen más reales, más ellos, que otras imágenes conocidas, realizadas con la objetividad inane y en ocasiones superficial de una simple estampa de estudio. Pero nuestro paseante es un individuo anónimo. Y parece disfrutar de ello.
Y ahora que las ciudades se han llenado de sujetos de bronce que observan impávidos y, tal vez, algo burlones, nuestra ansia ridícula de hacerles una fotografía o hacérnosla nosotros en su improbable compañía, ahora que oficios tradicionales, celebridades y vagas nostalgias de ciudades perdidas tiempo atrás se enseñorean de plazas, calles y esquinas; ahora que en León tenemos un Gaudí de pega (que, según la leyenda urbana, antes fuera Azorín: un siglo y todos iguales), unas infantas dislocadas, un peregrino de alta mar o un maniquí con guía turística y un niño a su costado ("el divorciado", le llaman, confirmando que lo mejor de estos bibelots urbanos son los apodos populares), la figura con más de medio siglo de este apático y panzudo desocupado no nos recuerda a nadie, sino a algo que nos gusta hacer y que él hace para siempre. De ahí su íntima melancolía, y la ternura que despierta en nosotros, pues parece importarle poco o nada la posteridad de bronce a la que el escultor le ha condenado.
Por todo esto, discúlpenme que, en esta ocasión, haga propaganda de la exposición "La huella del caminante", de este andarín cuyas pisadas forzosamente han de ser efímeras en la voluble ribera del mar por la que le suponemos vagar. La muestra, con una selección excepcional de los fondos del Museo Pablo Serrano de Zaragoza y financiada por Ibercaja, está de paso por nuestra ciudad, en el Museo de León, edificio "Pallarés". Sucede que, en ciertas ocasiones, la propaganda es información y hasta puede que descubrimiento. Aprovéchenla, es un consejo. Hasta el 12 de julio.
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