El oro como una de las bellas artes

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(Publicado en El Mundo de León, el 26 de octubre de 2008)

 

Mediado el siglo V antes de la Era, Pericles encargó a su escultor de cabecera, el insigne Fidias, una estatua que residiera en el edificio más perfecto de la arquitectura de Occidente, el Partenón ateniense. La enorme escultura criselefantina, recubierta de oro y marfil, amortizaba una importante parte del tesoro de la polis, y se convertiría en último y espléndido estertor de la supremacía de Atenas en una liga de Delos ahogada por la crisis económica y la pujanza de Esparta. La escultura de Atenea tuvo una suerte dispar pues, pese a su categoría, los materiales de que estaba confeccionada le hicieron pasto de la codicia, y de ella sólo sabemos hoy día por su fama, las descripciones de viajeros como Pausanias o las reproducciones que se conservaron en otros materiales y tamaños menores, incluidas las acuñaciones numismáticas, que sirvieron de modelo a la réplica de Alan LeQuire (1990) en el Partenón kitsch de Nashville, Tennessee.

Por otra parte, la máscara y el ajuar de Tutankamón han espoleado la imaginación de todos los buscadores de tesoros desde que Howard Carter los hallara, allá por 1922. Aunque se tratase tan sólo del precipitado ajuar de un faraón infantil y transitorio, cuya incierta gloria se revive tres mil trescientos años después entre las paredes de un museo cairota.

Viene esto a colación porque hace unos días que el artista británico Marc Quinn participa en una exposición en las salas griegas del Museo Británico (titulada Statuephilia), con la que, según se afirma, es la escultura en oro macizo más grande (pesa 50 kilos) fabricada desde el Egipto faraónico. "Sirena" representa a la modelo Kate Moss en una improbable postura gimnástica de yoga. Pero de ella se destaca, en todas las informaciones, su elevado valor económico, próximo a los dos millones y medio de euros.

En la misma muestra coincide con Damien Hirts, que aunque aquí se decanta por cubrir un hueco con calaveras de plástico, en los últimos tiempos se ha caracterizado por una predilección acusada hacia este tipo de materiales ostentosos (oro, brillantes, platino...) en algunas de sus piezas, además de por la desorbitada cifra que alcanzan sus creaciones, convenientemente subastadas por él mismo, sin intermediarios, aunque después se descubriera que algunos de sus asociados y su propio estudio pujaron para elevar las cotizaciones de sus bestias en formol y sus becerros dorados.

En tiempos de crisis de los valores bursátiles, de inflación de las emisiones fiduciarias (monedas y demás), se vuelve a las joyas, al oro, sino como patrón, sí como valor seguro; refugio, dicen ahora. También el arte parece que pretende hacer otro tanto. Durante los últimos treinta años muchos artistas de nuestros días se han dedicado a dilapidar el capital acumulado los anteriores setenta años de vanguardias artísticas, han malversado sus fondos y entrado a saco en la caja registradora de la historia para especular con capital ajeno y sin riesgo, para vendernos una serie interminable de versiones, academicismos y reiteraciones en los que predomina una impresión estética tediosa. Hinchados, cual hipotecas basura, por su propio ego y por el corpus teórico que les apoya (y que en realidad depende de un pasado al que no honran pero expolian), cómoda y acomodaticiamente instalados en el saqueo de cenotafios sin fondo, la burbuja de arte actual parece desinflarse a medida que se agosta ese botín y disminuye la confianza de los depositarios, el público. Pero a diferencia de lo que sucede con la economía, en este caso hace ya tiempo que el Estado, las administraciones públicas, acudieron a su rescate, siendo como es hoy el principal y a veces el único accionista del negocio del arte actual.

Por ello quizás, si se dice que el oro y el arte son valores seguros en estos tiempos de zozobra económica, ¿por qué no juntar ambos? Tal parece ser la inspiración de las obras mencionadas. Una intención que ha convertido a gran parte del arte actual en un pingüe negocio cuya crisis posiblemente se vislumbre tras el bruñido dorado de tan opulentas realizaciones. El artista ha pasado a un segundo plano y es el marchante (o el comisario de exposiciones, que tanto monta) quien decide qué y cómo. Por eso el artista con aspiraciones mediáticas, el artista-total, quiere ahora ser su propio marchante (o su particular comisario), quiere controlar el negocio desde el principio al fin. A lo largo de la historia occidental pasó de artesano a artista y ahora pasa de artista a agente comercial, un agente que especula con unas creaciones que después, dócilmente, consumimos al dictado de unas modas precocinadas.

En una ocasión, Andy Warhol (la cita no es exacta pero su sentido sí) dijo que pagar 20.000 dólares por una obra de arte era una estupidez, pues en lugar de ello se podían enmarcar y colgar los billetes de la pared directamente, sin intermediarios. Así se sabría de manera precisa e inmediata cuánto se había gastado el dueño en el cuadro. El oro, dicen, es un valor seguro en tiempos de crisis. Y si la obra de arte no vale nada a la postre, después siempre se puede fundir, pues al menos sabemos cuánto vale lo que pesa. Como colgar los billetes de la pared.

Luis Grau Lobo

 

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