(Publicado en El Mundo de León el 14 de septiembre de 2008)
Hay que ver la exposición de Alfonso. Ya ha recorrido medio país y seguirá en el Centro de Arte del Instituto Leonés de Cultura hasta el 5 de octubre. Alfonso Sánchez García (Ciudad Real, 1880-Madrid, 1953), es uno de los más grandes fotógrafos de nuestra historia, reportero lúcido y oportuno, retratista incisivo y objetivo clarividente de su tiempo. Sus imágenes tienen la precisión e inmediatez del cirujano forense, la necesidad sorpresiva de un fragmento de la normalidad que se torna trascendente, casi metafísico. Huérfano de padre, Alfonso fue adoptado por las circunstancias, por la realidad de su época; su simpatía y, al mismo tiempo, distanciamiento respecto al modelo, parece que quisieran devolver a todos ellos una humanidad arrebatada o extraviada pero espontánea, en ocasiones ferozmente franca, que mana generosa del objetivo de su cámara. Una cámara de las maravillas y de las desdichas que confinó para nosotros la energía liberada por un tiempo desaparecido, escurrido entre las manos de quienes ya no están para contarlo. Pero él sí estuvo allí. Y gracias al prodigio de su arte, también nosotros lo estamos en un ejercicio impagable de memoria de la historia.
Las fotos en blanco y negro de Alfonso son el espejo de una época en esos mismos tonos, de una España pueblerina y pacata, triste de ser
Acontecimientos y efigies históricos nos revelan nuevos significados y emociones pues conocemos el destino de sus protagonistas, un destino que sentimos ya impreso en la lámina fotográfica. La coronación de Alfonso XIII en unas cortes abarrotadas de eminencias de cartón piedra, condecoraciones, tules y mostachos adquiere la condición bufona y deprimente de un sainete. En otra instantánea vecina, la suficiencia corpulenta del dictador Primo de Rivera se enfrenta al dandismo inútil y quebradizo del rey de España. Y frente a ese protocolo de salón, el arrebato de Pablo Iglesias ante una multitud que parece mirar hacia el horizonte que les anuncia con sus palabras. Y más allá, la carga policial que desperdiga a unos menestrales de alpargata y chaleco que corren espantados por las calles vacías de Madrid...
Después, el júbilo desbordante de una famosa instantánea tomada el 14 de abril en
También pasaron por la lente de Alfonso los intelectuales de una España sin vigor científico que se nos manifiestan con su carga de humanidad cotidiana y menesterosa, del bohemio de alcoba Valle Inclán a la mansedumbre perruna y miope de Galdós y su mastín; Baroja y Lorca, hermanados en el batín de andar por casa que visten; la mirada intensa y como suplicante de un Ramón y Cajal rodeado de alumnos que parecen no entender del todo las explicaciones del maestro, más pendientes quizás de la foto aunque no miren a la cámara...
Pero sobre todo, el pueblo. Gente medrosa, asustadiza ante la lente, aunque a veces exhiba una gallardía extravagante, como el caso de la vendedora de pavos, o una digna capitulación, como la de los músicos callejeros que persisten sin esperanza ante la abulia del transeúnte, o la seguridad colectiva que exhiben las sufragistas, pero también las lavanderas, las modistas, las mujeres que emergen por vez primera tras una España hombruna...
O la cuerda de soldados que se dirigen, ajenos al objetivo del fotógrafo, hacia un tren que les llevará a la guerra de Marruecos, mientras algún peatón que con ellos se cruza es incapaz de levantar la vista del suelo para sostenerles la mirada o, simplemente, adivinar la antesala del matadero que va a ser la estación de Atocha.
El mozo de cuerda que se derrumba bajo el peso de interminables fatigas pasadas y por venir, representadas por la cuerda de su oficio, que semeja un yugo del que no puede librarse, tiene una edad indefinida, no moza pero tampoco seguramente la que el observador atribuye a su figura envejecida, vencida y ausente, lastrada por la pesadumbre de una existencia feroz pero aún digna. O la mujer de Alfonso lavando la ropa, uno de sus primeros trabajos, premiado en Nueva York en 1904, que tiene la calidad atmosférica intemporal e íntima de un interior de Vermeer.
Los toros y el fútbol. Aquellos unidos, por obra y gracia de un azar expositivo, a una toma del depósito de cadáveres, como si la farándula y la impostura fueran antesala de la embestida y la muerte que se retratan más adelante en el albero. En otra imagen, un estadio de Chamartín prehistórico donde el portero de fútbol Zamora se suspende en el aire en una parada inverosímil y, por alguna razón, nos recuerda la imagen tomada sólo cinco años después por Robert Capa, aquella del miliciano republicano que cae abatido por un tiro, pues en ambas el tiempo se ha detenido en una instantánea imperceptible para la insuficiencia del ojo. Ambas representan respectivamente la paz y la guerra en la España de los años treinta.
Historia e intrahistoria, vida que desconocemos y que late tras datos y fechas que tal vez sí recordamos. No podemos evitarlo. Es un libro de historia sin palabras, pero, sobre todo, es un álbum fotográfico en el que, como a menudo sucede con los álbumes de familia, quizás no queremos reconocernos, pero no podemos evitar estar en él, ser parte de él.
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