(Publicado en El Mundo de León el 7 de septiembre de 2008)
Una de las consecuencias menos declaradas pero más fastidiosas de la globalización es el aburrimiento. En 1926 el crítico de arte y excelente escritor italiano Mario Praz dedicó un libro ("Península pentagonal") a desmontar el mito romántico acuñado durante el siglo XIX por ciertos literatos europeos sobre España. Y lo hizo a base de señalar lo tremendamente aburrido que era este país a la vista del viajero que buscara algo distinto del turismo estereotipado y en apariencia exótico del "tablao", los toros y el arrebato sureño. Sus penalidades como viajero no fueron graciosas sino enojosas, sus expectativas sólo se vieron colmadas de montajes indignos e indignantes, con trampa y cartón, destinados a satisfacer un estereotipo incluido en un paquete turístico junto con el menú del día, y las imágenes difundidas por los publicistas del mito de lo español tan sólo se correspondían con los grabados de los libros en que éste se había acuñado. Hoy día, más de ochenta años después, podría aplicarse el mismo análisis y la cosa no variaría sino en detalles y circunstancias y, sobre todo, en la ramificación de esa sensación a un universo de análisis mucho más pródigo, casi universal.
Repásese al respecto cualquiera de las vacaciones modernas y lo que sobre ellas promocionan y pronostican los agentes turísticos, tan agobiantes como prolíficos, pues en tales se han convertido nuestras variopintas administraciones, empeñadas en hacer del turismo el motor económico de la mayoría de este país, un monofundio tan peligroso o más que el de la recién estallada burbuja inmobiliaria. En cada rincón hay una singularidad que resaltar, un aspecto característico y único, una costumbre inveterada, un rito simpar. Y las ciudades se han equipado (y equiparado) con las mismas galas diferenciadoras: que si su provocador centro de arte contemporáneo, que si su puente calatravesco, que si su ciclópeo auditorio o centro de convenciones, que si su miríada de esculturas caricaturescas, esas que esperan melancólicamente a que la ciudad vuelva a producir personajes tan genuinos como los que ahora nos miran impávidos desde su broncíneo y somnoliento casticismo... A su alrededor,
Nuestros cascos históricos, lo único que permitía diferenciar si uno estaba en Pontevedra o en Murcia, a la vista de la uniforme mediocridad de las zonas residenciales modernas, tiende a homologarse bajo un patrón idéntico y trivial: su bulliciosa y colorista zona de tapeo, gastronómicamente conspicua; sus trenecitos turísticos multicolores adobados por una locución cansina de lugares comunes; sus zonas peatonales convertidas en plataformas inanes y monacales de paseos a ninguna parte; sus plaquitas informativas, refugio del tópico y el ditirambo; sus cíclicas celebraciones folclóricas, azote del vecindario y escarnio de la inteligencia del viajero... Oquedad y barullo. En ocasiones, meramente ruido.
E igual sucede con el campo, convertido en parque temático de la gente de ciudad, pues cuando no es la casa rural que transfigura la labor campesina en un bucolismo findesemanesco, son los senderos, las rutas monumentales o un camino a Santiago que se ha convertido en una romería de rebajas, multitudinaria y ramplona. Perdimos el norte y nos estamos quedado sin oeste.
Ni hablar, claro, de las costas, que es cuestión manida. Quizás una de las pocas consecuencias beneficiosas del cambio climático sea que el deshielo de los polos haga que el mar se trague Benidorm.
Empeñados en administrarnos el tedio según programaciones y pautas ofertadas y estandarizadas, inapetentes de tanto consentir y, al final, enredados de nuevo en una nueva rutina, el único escape es un "turismo interior": el regreso. La huida de retorno al uno mismo, a esa tierra devastada e infernal a la que procuramos descender con las armas y la determinación de los héroes. Unos lo llaman cotidianidad, otros vida normal, quizás se trate tan sólo de una repatriación, del viaje de vuelta al único lugar en que no hallaremos aglomeraciones, ni compartiremos un hastío vergonzoso con ese otro infierno que, como escribiera Sartre, son los otros.
Una vez instalados en esa nueva y vieja morada, reconocidos por nuestro perro y de vuelta al hogar, olvidado el trago de las vacaciones (la memoria: esa sobrevalorada facultad humana), podremos, otro día, prepararnos para salir de nuevo a hacer turismo.
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