(Publicado por El Mundo de León, el 14 de abril de 2008)
Hoy es 14 de abril y, como conclusión a una semana de análisis históricos sobre la represión franquista y celebración del aniversario de la proclamación de la Segunda República española, ayer tuvo lugar un acto de homenaje a los fusilados y represaliados, en el cementerio de León. Nada que añadir en un ámbito de normalidad que, por desgracia, aún no hemos conseguido del todo al tratar este período histórico. Durante la pasada legislatura se echó en cara al gobierno su dedicación a la redención de la memoria histórica, a la vindicación de la tradición democrática previa a la dictadura y a quienes sufrieron, por defender aquella, persecución y muerte. Y se hizo con argumentos tan peregrinos como que no era el momento, que había temas más importantes o que ello enfrentaba a los españoles de nuevo. Tales aseveraciones, entre la vacuidad y el tremendismo, casi siempre tratan de ocultar la falta de asimilación de una tragedia histórica que durante casi medio siglo ha impedido hacer una lectura sopesada y veraz de acontecimientos una y mil veces manipulados en beneficio de intereses espurios.
No es momento de volver sobre el particular, para ello cabe remitirse a iniciativas como las Jornadas históricas mencionadas. Pero más allá del balance historiográfico, aún en nuestros días se mantienen entre los españoles diferentes perspectivas trasnochadas o simplemente sucias, que los supervivientes de estos acontecimientos, cada día menos, y nuestra propia dignidad como país, no se merecen. Dejando aparte a un franquismo químicamente puro, tan residual como el doble sentido que esta palabra pueda tener, en general se reconocen dos actitudes injustas frente a la dictadura y sus símbolos, sean estos mentales o físicos: la justificación y la ecuanimidad.
Entran en el terreno de quienes justifican guerra (y dictadura) supuestos "historiadores" revisionistas que se emplean a fondo en una suerte de determinismo histórico ruin y alejado de todo perfil científico: en resumen, la república se encaminaba inexorablemente hacia el golpe que acabaría con ella, y la responsabilidad, en esa línea argumental, no sería de quien se alzó contra la legalidad democrática, sino de ésta por no haber sabido mantenerse a salvo de sus propias crisis. Este razonamiento, con todas las lecturas y corolarios que se quieran, no es ni más ni menos que el de los propios golpistas (de hecho el de cualquier golpista), el de Mola, Franco y sus secuaces, por lo que no cabe concluir sino que estamos ante un neofranquismo travestido de supuesta erudición, de pretendida "versión alternativa".
Pero mucho más preocupante, a mi entender, por su gran número y su alto contenido sociológico, es la postura de quienes, desde una escasa beligerancia o un tenue posicionamiento ideológico, mantienen un enfoque que ellos consideran "ecuánime". Personas decentes, son muchos quienes, ante la propuesta de retirada de símbolos franquistas o del nombre de reconocidos fascistas o del dictador de calles y centros públicos reaccionan con variantes de la frase: "dejémoslo, es parte de la historia, ¿o acaso vamos a negarla?" Confunden de esta manera la memoria con la conmemoración, y quienes así piensan o se expresan se convierten en fiduciarios, muchas veces inconscientes, de la semilla social de la dictadura, transmisores de una especie de parásito mental colectivo que, tras cuatro décadas, tiene su explicación pero no se sostiene.
Muchas de estas personas, en aras de esa pretendida equidistancia equiparan el recuerdo público de Franco con el de Azaña o Negrín, por poner dos casos, como si verdugos y victimas, tiranos y políticos pudieran compartir la misma consideración, el mismo rasero, la misma evocación en fin. De hecho sancionan, tal vez involuntariamente insisto, la maniqueísta visión de la guerra auspiciada por el franquismo, la que atribuye al bando legítimo, republicano, la etiqueta de rojo, estalinista o comunista, origen de cuantos males se evitaron al fin gracias a la sublevación o, cuando menos, responsables de ésta, entendida como "un mal menor". No son pocos también los que piden dejar a los muertos sepultados en cunetas anónimas, como si quienes allí los tienen desde hace tanto tiempo no pudieran ejercer el derecho de honrarlos en familia, de reivindicarlos en sociedad, como si debieran seguir callando, intimidados por tanta placa a los "mártires de la cruzada".
Quienes esgrimen tan aséptica (y acomodaticia) imparcialidad histórica confunden a los personajes y hechos históricos con su valoración, con su saldo, con el valor rememorativo y didáctico de la historia. Sí, la historia es una ciencia, y toda ciencia ofrece al tiempo una visión del mundo plenamente contemporánea. Cada época tiene su historia y, condenados a conocerla, a entenderla, debemos interpretarla con las claves de nuestro tiempo, claves que, en una España democrática, normalizada en su contexto occidental, el de las sociedades basadas en un estado de derecho del que tanto se habla, no son otras que la condena sin paliativos a un golpe militar y a las consecuencias funestas de casi cuarenta años de opresión. Sin tapujos, sin medias palabras y sin rebajas. Y si la historia es, además, una disciplina humanística, es porque nos enseña qué fuimos y qué podemos volver a ser. Pero la historia no se repite, pese a la conocida sentencia de Santayana (con frecuencia atribuida a Kennedy), o al menos no lo hace de la misma manera. Por eso cuando se zarandea el fantoche de la guerra civil pretendiendo un silencio que evite su reedición, simplemente se abusa de fantasmas que, esos sí, están enterrados para siempre y a los que sólo cabe hacer una autopsia terminante. Sucede igual cuando se agitan banderas para hablar de la fragmentación de España o de su disolución en manos de cambios sociales que no gustan: es una determinada idea de España la que se puede desmenuzar, una idea de país que no es, precisamente, la heredera de la democracia republicana, sino la derivada de cuatro décadas de contaminación franquista que interpretó la personalidad de este país en términos similares, términos que vienen en definitiva a sostener valores e intereses muy concretos y que en ocasiones son jaleados por una retórica acrítica y virulenta.
La mayoría de esas personas, sin embargo, no verían con buenos ojos mantener calles dedicadas a Hitler en Alemania, a Pinochet en Chile, a Salazar en Portugal, o a Stalin en Rusia.... entonces, ¿por qué Franco? ¿No es Franco, sin atisbo de duda, uno más de esta larga lista? En las sociedades que vivieron un período parangonable de dictadura militar no sólo se ha procedido a eliminar cuantos símbolos públicos exaltaban esa ignominia, sino que, en un proceso de higiene mental y justicia colectiva, se ha procedido a reivindicar, a recuperar, la memoria de quienes se opusieron a ella o, simplemente, de quienes la sufrieron de forma más acusada, colectiva o individualmente. ¿Somos distintos a ellos?
Incluso el hecho de que se meta en un mismo y revuelto saco República, Guerra y Dictadura favorece este tipo de análisis torticeros, por cuanto la Transición, además, habría logrado sajar aquellos "males" extirpándolos del tejido histórico español para ofrecer la lozanía y plenitud de un período nuevo e "inocente", de algo distinto y, también por ello, exitoso. Del triunfo de la Transición quizás hablemos otro día, pero considero que tal éxito está muy relacionado con que en España se pueda hablar de las épocas anteriores a ella, y de su significación actual, en términos homologables con el resto de países occidentales. Cuando unas líneas como éstas, en resumen, sean ociosas.
Luis Grau Lobo